La cara de los que esperan
Cruce de vías ·
No comprendo a la gente que tiene tanta prisa por consumar el placer sin apenas saborearloN osotros estamos sentados, los que han llegado más tarde esperan. Nos hemos reunido para almorzar después de mucho tiempo sin vernos. No tenemos prisa, ... al contrario, nos gustaría alargar el tiempo. Pero los otros clientes desean que nos vayamos lo antes posible para ocupar nuestra mesa. Nos miran con una mezcla de censura e inquietud. Es ley de vida, no sólo en los restaurantes sino en diversos momentos de la vida cotidiana que exigen guardar cola. El chiringuito donde nos reunimos está en un paisaje singular que nos transporta a las películas españolas de los años 60. Los niños juegan en el cauce seco del río y los padres controlan sus movimientos desde las mesas. A un lado los que comen, al otro los que esperan; el sol cae sobre ellos como una losa. En medio, la frontera del hambre y el deseo.
No soporto las colas y menos todavía cuando se producen en lugares cerrados, al aire libre es distinto. Detesto tener que acudir a cualquier ventanilla, da igual que sea un banco que una institución pública, en cualquiera de ellas el tiempo se hace eterno. Tampoco me gustan las salas de espera. Hay quien pasa la vida en una sala de espera sin que nunca le llegue el turno. Pero la situación en la que nos encontramos ahora, unos y otros, es muy diferente. No vamos a cumplir deberes sino a deleitarnos con la comida. No comprendo a la gente que tiene tanta prisa por consumar el placer sin apenas saborearlo. Aparto la vista de los que ponen mala cara, son muy pocos y se van enseguida. María nos atiende. Le hablo de la cara de los que esperan, los mira de soslayo, sonríe, está habituada a verlos a diario, los conoce aunque no los haya visto nunca. La mayoría lo lleva bien, alguno parece impaciente pero resiste, cada segundo que pasa falta menos para alcanzar la mesa.
Hay quienes están habituados a esperar en sitios como este, yo me encuentro entre ellos. No me importa permanecer inmóvil el tiempo que haga falta. No es necesario moverse para ver las cosas invisibles. La brisa del mar, por ejemplo. Los niños disfrutan de un día festivo. Corren de acá para allá con sus amigos reales e imaginarios. Juegan en el cauce del río y se aventuran a navegar hacia lo desconocido. En realidad, el chiringuito está en la desembocadura de un arroyo seco, junto a la playa. Bajo los pedregales siguen existiendo playas. La imaginación no tiene que guardar cola en ninguna parte.
Oigo el sonido del mar. Los que esperan continúan pasando el rato de la mejor manera posible. Un matrimonio descansa sentado bajo una sombrilla; los hay que conversan de pie con una cerveza en la mano; otros andan arriba y abajo, yendo y viniendo, como péndulos marcando el tiempo. Nadie muestra nerviosismo, los impacientes se han ido pocos segundos después de llegar. La brisa nos envuelve a todos, los que estamos en el paraíso y los que esperan. Hago una señal para pagar y un grupo de desconocidos sonríe. María se sienta con nosotros. Hace la cuenta en el mantel como quien dibuja un plano del tesoro. Nos despedimos, nos ponemos de pie, cruzamos el río. Paseamos por la playa. Una fortuna poder disfrutar de las pequeñas cosas agradables de la vida. Nadie discute, nadie grita, nadie manda. Los bañistas tendidos sobre la arena sueñan con los ojos cerrados, también ellos esperan que los sueños se cumplan, quizá ya se están cumpliendo mientras sueñan.
Cualquier detalle sirve para contar una historia. Hay que elegirlo, simplemente. La vida sigue, una semana más. A veces no valoramos el hecho de que todo funcione bien a nuestro alrededor, por eso hoy lo celebro y brindo por ello en una de las márgenes del río, junto al mar, bajo el puente por donde pasa el tren de la vida, fugaz e indiferente.
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