Canelo
Cruce de vías ·
No es habitual que dediquen calles a los mejores amigos, ni a los seres más fieles, ni a los perros. Ni tampoco es habitual que una amistad permanezca presente después de la muerte.Me pregunto lo que pasó por la cabeza de Canelo durante los doce años que estuvo delante del Hospital Puerta del Mar de Cádiz esperando ... la salida de su amo. El hombre acudió al hospital con su perro como hacía habitualmente para someterse a un tratamiento de diálisis, pero surgieron complicaciones y hubo que ingresarlo. A los pocos días murió y seguramente nadie le dijo al perro lo que había ocurrido. Tal vez alguien le diera la noticia, pero Canelo decidió permanecer esperando por si acaso se producía el milagro. Quizá pensó que la puerta del hospital era el lugar en el que ambos podían estar más próximos el uno del otro. Una frontera entre la vida y la muerte que cualquier día la podría atravesar. Además él estaba habituado a esperar fuera, al otro lado, lo hacía en los supermercados, la panadería, la farmacia y un montón de sitios más. Tampoco tenía sentido volver a casa porque Canelo no sabía cocinar, ni hacer la cama, ni poner la tele, ni ducharse, ni limpiar el suelo, ni pagar las facturas. Esas tareas cotidianas que los perros ignoran. La vida sin el amo carecía de sentido, así que decidió moverse alrededor del hospital sin perderlo de vista hasta que llegara el día en el que consiguieran volver a reunirse.
Canelo fue forjando una entrañable relación con las personas que todos los días iban a saludarlo y llevarle algún detalle. Sin duda se sentía triste, la expresión de sus ojos lo delataba, pero el hecho de compartir la pena con las numerosas personas que acudían a darle ánimos mitigaba el dolor. Nadie había conocido a ningún ser vivo tan fiel como Canelo. El azar quiso que un viejo amigo trabajara en el Hospital Puerta del Mar y me invitara a pasar un fin de semana en su casa. Un sábado por la mañana del mes de diciembre fuimos juntos a verlo. Canelo estaba tendido sobre unos cartones junto a la puerta del hospital. Me miró como si ya nos conociéramos. Le faltó decir: «Aquí estoy, descontando los días que quedan para el gran encuentro». Cualquiera en su lugar hubiera renegado de la angustia que el destino le había deparado: ¡Perra vida! Sin embargo él afrontaba el futuro con paciencia y esperanza. Me senté a su lado y por un momento tuve la sensación de que los dos éramos perros vagabundos. Lo acaricié como solo se acaricia a los animales domésticos, no importa la edad que tengan. Como se acaricia la inocencia.
A menudo me comunicaba por teléfono con mi amigo de Cádiz, hablábamos de nuestras cosas y antes de colgar le preguntaba por Canelo. Hasta que un día llamó para decirme que Canelo había muerto. «Ayer lo atropelló un coche cuando cruzaba un paso de cebra. El conductor se dio a la fuga», dijo. Al recibir la noticia, me quedé callado un instante. En ese breve intervalo de tiempo tuve la intuición de que la muerte de Canelo no era un accidente. Lo imaginé cansado, sin otra posibilidad de cruzar la frontera que arrojándose a la calzada. ¿Acaso alguien duda que los perros tienen pensamientos insondables?
Después le dedicaron una calle con su nombre. La calle está al lado del hospital donde Canelo mantuvo durante doce años la esperanza de volver a reunirse con su amo. A lo largo de ese tiempo fue como si él también estuviera encerrado en una habitación al aire libre. Una triste sala de espera. Como si estuviera muerto pero sin dejar de pensar. No es habitual que dediquen calles a los mejores amigos, ni a los seres más fieles, ni a los perros. Ni tampoco es habitual que una amistad permanezca presente después de la muerte. Una convivencia sin ruido en este mundo estridente, una relación silenciosa y profunda como las raíces de los árboles y la vida secreta de las plantas.
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