Beth Harmon nació en La Habana… y ganó a Capablanca
Jugadora excepcional. La cubana María Teresa Mora, niña prodigio, fue la primera maestra internacional de ajedrez de Latinoamérica
manuel azuaga herrera
Domingo, 20 de marzo 2022, 00:15
El 16 febrero de 1921 el campeón del mundo Emanuel Lasker y su esposa, Marta, subieron a bordo del buque 'Hollandia', en el puerto de ... Ámsterdam. Tres semanas más tarde, llegaron a La Habana, donde Lasker debía enfrentarse al cubano Capablanca con la corona de campeón en juego. En el muelle, el doctor Rafael de Pazos, presidente del Club de Ajedrez de la ciudad, esperaba para dar la bienvenida a los Lasker. De Pazos los acompañó hasta el exclusivo Hotel Trotcha.
Una vez se instalaron, el matrimonio se dirigió al Club de Ajedrez de La Habana. La expectación era máxima. Nadie quería perderse la visita del alemán. Cuando el matrimonio Lasker entró en el salón principal, Rafael de Pazos estaba jugando una partida contra un bella muchacha. Lasker se acercó al tablero, sigiloso, mientras el corrillo concéntrico de testigos se abría y formaba un pasillo. El campeón observó la lucha en silencio, asintió con cada jugada de blancas y negras. De repente, la muchacha realizó un movimiento inesperado, cargado de intención, impropio en alguien de su edad. Y el campeón aprobó su decisión: «Bien jugado». Al terminar la partida, Lasker felicitó a la joven por su destreza y se interesó por ella. «Es María Teresa Mora, nuestra pequeña María», le dijeron. «Desde Capablanca, jamás hemos visto un prodigio tan extraordinario». María Teresa sonrió. Su sonrisa era la de un ángel. La diosa Caissa hecha carne y espíritu.
A finales de abril, Lasker perdió el título de campeón del mundo en su duelo contra Capablanca. No ganó una sola partida. En realidad, ya lo había perdido antes de jugar, pues había renunciado a la corona públicamente en favor del cubano. Pero Lasker no contó con que Capablanca no aceptaría de ningún modo esta cesión. «Iré a Europa a convencer a Lasker», dijo. Y lo cumplió. En paralelo, los aficionados de la isla reunieron los dólares necesarios para sufragar la celebración del campeonato. Lasker, superado por los acontecimientos, aceptó ir a jugar a La Habana, pero incluyó una cláusula en el contrato en la que se autoimponía el rol de «candidato».
El árbitro de la contienda
Así las cosas, Capablanca no tuvo más remedio que firmar la exigencia de Lasker, por lo que, formalmente, ya era el campeón. El ajedrecista estadounidense de origen lituano Julius Finn fue el árbitro de la contienda. En uno de los días de descanso, Finn ofreció una exhibición de partidas simultáneas contra nueve tableros. Venció a siete de sus rivales e hizo tablas con dos. Uno de ellos fue Francisco de Armas, jugador invidente, con el que Finn jugó a la ciega. El otro fue en realidad «la otra», María Teresa Mora, la joven diosa cubana de solo 18 años.
¿Quién era María Teresa Mora? ¿De dónde surgió su talento sobrenatural para el ajedrez? Aún hoy, sabemos muy poco sobre su vida. Nació el 15 de octubre de 1902, en La Habana, aunque muchas fuentes hablan de 1906 y 1907. Su padre era aficionado al juego y le enseñó a mover las piezas cuando tenía 10 años. Uno de sus hermanos, Alberto, pasaba con frecuencia por el Club de Ajedrez del doctor De Pazos. Al parecer, Alberto acudía con María Teresa y, de ese modo, la chica aprendió por observación. En 1914, con solo 11 años, María Teresa ganó el primer campeonato escolar que se celebró en La Habana. Tengo delante de mí varias noticias publicadas en prensa sobre la inauguración de este torneo, cuyo director fue Rafael Blanco, campeón de ajedrez de la ciudad. Leo los nombres de los «30 alumnos de diversas escuelas públicas» que participaron. Entre ellos, solo hay dos alumnas: María Teresa Mora y su hermana Ana María. La crónica, desde una mirada contemporánea, suena añeja y machista: «Una ovación alcanzó anoche en el Club de Ajedrez, al ganar la partida que le ha dado el triunfo, la inteligente niña María Teresa Mora. […] Terminemos con un ¡viva! a la monísima María Teresa, primer campeón escolar de ajedrez de Cuba». Primer campeón, dice la nota, en masculino.
Al año siguiente, María Teresa volvió a ganar el mismo campeonato, esta vez en presencia de José Raúl Capablanca, maravillado al ver que la pequeña comprendía el juego de una manera tan natural. Debió suceder que las jugadas pasaban por la cabeza de Capablanca e iban ejecutándose en el tablero de María Teresa, en una suerte de conexión mágica entre dos almas gemelas dominadas por un mismo talento.
En 1917, el abogado estadounidense Edward Everett, campeón de ajedrez de Washington, visitó el Club de Ajedrez de La Habana. El club llevaba en funcionamiento desde 1885 y, desde entonces, había visto desfilar a los nombres más ilustres del juego-ciencia: Steinitz, Chigorin, Blackburne, Lasker... El lugar empezó a ser conocido entre los cubanos como El Dorado. Cuando Everett pisó aquella suerte de tierra prometida, una pequeña adolescente, María Teresa, le esperaba al otro lado del tablero. El abogado pensó que se trataba de una broma, pero al ver que todos sonreían y le ofrecían tomar asiento, aceptó el lance, como si nada. «No había nada en ella que inspirara miedo», escribió Everett. «La señorita es una damita frágil, intelectual, con el pelo en rizos». Jugaron siete partidas y Edward Everett perdió tres, empató otras tantas y solo pudo ganar una. «Me ha dejado ese consuelo», se lamentó Everett. De vuelta a Estados Unidos, publicó el artículo 'Havana has another prodigy' en la revista 'American Chess Bulletin', donde escribió: «No contenta con haber dado a José Raúl Capablanca al mundo, La Habana llama su atención a otro prodigio del ajedrez en la persona de la niña María Teresa Mora».
El doctor De Pazos también se percató del potencial que tenía entre manos y no dudó en convertirse en el maestro particular de María Teresa, aunque no fue el único profesor que tuvo la habanera. Capablanca, en sus memorias, confesó: «Había en La Habana una joven […] que me interesó mucho. No sólo era inteligente y modesta en todos los aspectos, sino que, además, jugaba muy bien al ajedrez. Creo que, hoy en día, es probablemente la jugadora más fuerte del mundo, aunque sólo tiene quince o diecisiete años. Me ofrecí a darle unas cuantas lecciones […], enseñarle algo sobre las aperturas y el medio juego, según principios generales y de acuerdo con ciertas teorías que tenía en mente desde hacía tiempo, pero que nunca había explicado a nadie. Para explicar y enseñar mis teorías tenía que estudiar, así que, por primera vez en mi vida, me dediqué a trabajar en las aperturas. Tuve la gran satisfacción de comprobar que mis ideas eran, por lo que pude ver, bastante correctas. De este modo, aprendí más que mi alumna, aunque espero que mi joven amiga se haya beneficiado de la docena de lecciones que le di».
Escena preciosa
Esta descripción dibuja una escena preciosa. Capablanca entregando a María Teresa las claves de su conocimiento y, quién sabe, si también su corazón, a pesar de la diferencia de edad. Las lecciones tomaron como punto de estudio algunas de las partidas que el propio Capablanca había jugado desde 1905 a 1914. Me recuerda a las clases que Arturito Pomar, el niño prodigio del franquismo, recibió del campeón del mundo Alexander Alekhine. En ese caso fueron veinte, ni una más, ni una menos.
En 1922, Capablanca ganó en Londres, por delante de Alekhine, uno de los torneos más fuertes y memorables de la historia del ajedrez. Meses antes, en calidad de nuevo campeón del mundo, José Raúl escribió una carta desde Cuba al periódico 'London Times'. En ella solicitaba que se permitiera jugar, en la sección femenina, a su discípula María Teresa, a la que quería llevar como acompañante. «Creo que está a la altura de cualquier jugadora», afirmó Capablanca. «Su participación agregaría un enorme interés al torneo y no le costaría nada al comité, ya que aquí obtendría los fondos necesarios para su viaje». Pero la realidad truncó los planes del campeón. María Teresa no obtuvo el dinero suficiente para costearse la que, seguramente, hubiese sido la gran aventura de su vida, así que tuvo que quedarse en La Habana, con la planilla de inscripción firmada y la esperanza hecha añicos, perdida por el Malecón.
Como compensación a una decepción tan tremenda, María Teresa se convirtió, ese mismo año, en la primera mujer (y única, hasta la fecha) en ganar el Campeonato Nacional de Cuba. Como Beth Harmon en la serie 'Gambito de dama', la joven habanera fue superando, ronda por ronda, al resto de sus rivales, hombres todos. El campeonato nacional femenino se le quedaba pequeño. Lo ganó de forma ininterrumpida desde la primera edición celebrada en 1938 hasta 1960, año en el que anunció su retirada. Cuentan que María Teresa jamás perdió una partida contra otra mujer cubana.
Pero quizás la gesta más conocida de la cubana ocurrió cuando derrotó a su maestro, José Raúl Capablanca. El dato es sorprendente, aunque el relato tiene truco, pues se trató de una partida simultánea. Durante muchos años todo el mundo contó esta proeza, pero casi nadie sabía cómo había sucedido. Hoy, gracias a Miguel Ángel Sánchez, autor de la monumental obra 'José Raúl Capablanca. A Chess Biography', podemos reproducir la partida. Se jugó el 3 de mayo de 1941 en el Instituto de Enseñanza Media de La Habana.
Mientras escribo estas líneas, reviso la partida. Es compleja y, al mismo tiempo, es una joya. Con la ayuda de un módulo informático, analizo posibles variantes. Se me ocurre enviarle la notación a Sabrina Vega, actual campeona de España, pero lo hago sin desvelarle quién maneja las blancas (Capablanca) y quién las negras (María Teresa). «¿Qué me puedes decir de esto?», le pregunto. Sabrina acepta el desafío y al rato me responde: «Es una partida bastante correcta. Las negras tienen un perfil más estratégico que táctico: coloca muy bien las piezas, configura para controlar la posición. Ambos iban a por la victoria, sin duda. Al final se aprecian más errores, quizás por algún apuro de tiempo, sobre todo por parte de las blancas. Y el remate de las negras es muy bello».
Sí que lo es. Le cuento a Sabrina la historia de María Teresa y Capablanca. «¡Qué bueno!», exclama ella. Entonces pienso en lo extraño que resulta que hayan pasado más de ochenta años y aquí sigamos, disfrutando de la obra de una mujer irrepetible, dentro y fuera del tablero.
«Leeré el artículo», promete Sabrina.
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