Convivencia. Chiang Mai (Thailandia)
Mochileros, peregrinos y estudiantes conviven sin esfuerzo ni tensión
IGNACIO JÁUREGUIflaneurinvisible.blogspot.com.es
Miércoles, 6 de febrero 2013, 18:03
El núcleo histórico de Chiang Mai conserva, de la traza original, la forma cuadrada y el foso que la ciñe, convertido en paseo ajardinado. ... De la muralla quedan tramos discontinuos, convenientemente derruidos de modo que conservan el prestigio histórico pero no estorban al desenvolvimiento de la vida compleja, entrelazada y vibrante que hace de esta ciudad un lugar memorable. Las hordas de mochileros que llegan del sur en tren, el contingente de estudiantes universitarios de la región y los peregrinos religiosos haciendo méritos para vidas futuras se cruzan por una cuadrícula difusa donde las viviendas tradicionales de madera se esconden en callejones tras una vegetación impropia de un centro urbano, las terrazas de bares se hacen cargo de la acera y los restos arqueológicos asoman aquí y allá de la manera menos intimidante y sacralizada posible.
Los templos omnipresentes -los hay prestigiosos y espléndidos de dorados y dragones, pero también recoletos y minúsculos- convocan una multitud incesante y dominguera que se toma las visitas devocionales con el espíritu de una merienda campestre. Más entretenidos que los edificios repintados y exuberantes son sus entornos abiertos donde invariablemente hay campanas de bronce en fila, un árbol enguirnaldado, pequeños buda de dibujos animados, puestos donde se venden paquetes de arroz, chocolatinas o cestos de fruta primorosamente envueltos para servir de ofrenda, farolillos de papel en rojo rosa verde amarillo, un hermoso tambor dentro de una capillita, monjes lánguidos en sus túnicas de color azafrán echando un cigarrito o señoras despachando comida de cacerolas humeantes.
Para los mochileros se ha ido creando un entorno delimitado por barreras inmateriales, ceñido a un puñado de calles que atraviesa el centro, bordea en parte el foso y se alarga por el este hasta el río. A lo largo de este recorrido se apelotonan hoteles con variado encanto, salas de masajes, lavanderías, agencias que prometen expediciones exóticas, cafeterías de 'frappuccino' y wifi, restaurantes italianos, tiendas de equipos de escalada o de prendas de seda, bares de copas con música en directo. La clientela veinteañera se instala en este escenario con un sonriente maravillarse de lo bien que está todo que se le contagia a uno nada más salir a la calle. Debe ser hermoso tener la selectividad aprobada en junio, un cuerpo que responda con indolente eficacia, una tarjeta de crédito en el bolsillo y todo el tiempo del mundo para decidir si nos lanzamos por una tirolina en la jungla, nos tomamos otra cerveza con hielo o vamos a ver a las mujeres jirafa. No hay ni una brizna de nostalgia en la mirada del viajero, que, si tuvo alguna vez esa edad, lo ha borrado piadosamente de la memoria.
Podríamos postular, para explicarnos el indudable encanto de esta ciudad, que la red de templos extiende su dominio benévolo, discontinuo y de baja intensidad más allá de las tapias de cada uno, infiltrando de buena voluntad y ritmo lento la vida civil; o que la mirada fresca y limpia de los mochileros comunica a las calles un aire inaugural y jubiloso, o que simplemente es la universidad la que reduce la edad media y multiplica los bares. Pero basta fijarse en los muchachos de Arkansas que se sientan con toda seriedad a recibir un concentrado de sabiduría budista de monjes más jóvenes que ellos, coincidir junto a una escalinata con una familia de peregrinos dedicada a bromear con las tremendas fauces de dragón o cruzarse en Nimmanhaemin con estudiantes de flequillo perfecto y falda mínima camino de pegarle fuego a la noche para entender que no hacen falta explicaciones: Chiang Mai es, en última instancia, un lugar simpático, una de esas ciudades que siempre cae en gracia haga lo que haga.
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