Turismo triste en las Malvinas
Treinta años después de la guerra que enfrentó a Argentina y Reino Unido, los escenarios de las batallas se han convertido en reclamo para visitantes e incluso en modo de vida para algunos habitantes como Sebastián Socodo, el guardián del cementerio Darwin
JOSÉ AHUMADA
Miércoles, 28 de marzo 2012, 10:20
La única condición que pusieron los habitantes de Isla Soledad -el nombre da una idea muy aproximada del paraje-, fue que el cementerio de ... Darwin no pudiera verse desde ninguna de sus poblaciones; por eso, la gran cruz que debía vigilar el reposo de los caídos argentinos en la guerra de las Malvinas encogió desde los catorce metros proyectados a solo tres. A fin de cuentas, ellos habían perdido.
El lugar es tan triste que parece elegido a propósito: un páramo cubierto por pasto amarillento, quemado por las heladas, y barrido continuamente por un viento frío e incómodo. Allí se despliegan en hileras las tumbas de los 238 soldados que no regresaron a casa. Ese trozo de tierra, delimitado por una cerca de madera, fue toda su conquista.
El conflicto estalló el 2 de abril de 1982, cuando tropas argentinas desembarcaron en el archipiélago para hacer valer lo que consideraban su derecho legítimo sobre las islas, bajo soberanía británica desde 1833, y, de paso, dar un poco de aire a la moribunda junta militar presidida por Leopoldo Galtieri. La apuesta resultó desastrosa, pues la rotunda respuesta de Reino Unido no solo forzó una rápida rendición -las hostilidades cesaron el 14 de junio-, sino que también aceleró el desalojo de los uniformados del poder.
Acabada la contienda, que costó la vida de 649 militares argentinos y 255 británicos, además de tres víctimas civiles, el gobierno encabezado por Margaret Thatcher inició las gestiones para devolver los cadáveres de sus adversarios, pero se topó con la resistencia de familiares y veteranos. «No puede repatriarse lo que ya descansa en su patria», dijeron. Fue algo así como una última voluntad respetada por el enemigo, que los dio sepultura con todos los honores.
Treinta años después, el cementerio de Darwin -así llamado por su cercanía al asentamiento del mismo nombre, donde se supone que recaló el célebre naturalista en su expedición al fin del mundo- se ha convertido en uno de los principales atractivos de la isla, junto a la observación de las colonias de pingüinos y el avistamiento de albatros. Lo llaman 'turismo histórico'. Es una de las contadas fuentes de riqueza para sus 2.000 habitantes, dedicados a la pesca y la cría de ovejas, en su mayor parte, o contratados por la Administración. A punto de conmemorar un aniversario tan redondo, Sebastián Socodo, un argentino treintañero casado con una isleña, se esmera en tenerlo todo a punto. Él es ahora el responsable del mantenimiento del camposanto, quien comprueba si las placas de granito con los nombres de los muertos se han aflojado y quien recoloca las piedras que marcan los caminos. Una vez al año, además, lija y vuelve a pintar de blanco todas las cruces. Así, cada abril, las mujeres y hombres que se acercan hasta allí no tienen que sentir más pena de la necesaria cuando acuden a rendir tributo a parientes y camaradas. Están solos, pero atendidos.
Socodo ofrece tours guiados en inglés o en español. Al ser uno de los poquísimos argentinos que vive allí, casi todos sus compatriotas acuden a él. El cliente puede optar por un paquete de naturaleza salvaje, en un entorno de planicies rocosas y playas de agua azul turquesa, o combinarlo con una inspección a los escenarios en los que se desarrollaron las batallas más cruentas de la guerra. El suelo conserva las marcas de los combates, con grandes círculos de pasto y tierra quemada; pertrechos, vainas de proyectiles e incluso cañones comidos por el óxido convierten el terreno en un museo al aire libre.
Socodo solo tenía tres años cuando estalló la guerra; ahora, después de tantas visitas, es capaz de revivir todos sus episodios, cada combate y cada refriega: describe con detalle las batallas de Goose Green, las de los montes Longdon y Tumbledown y, sobre todo, el trágico hundimiento del crucero Belgrano, que se llevó a 323 marinos argentinos. Socodo también ha aprendido a rezagarse un par de pasos en cuanto ve asomar las lágrimas en los ojos de sus acompañantes. Pero toda la experiencia acumulada no basta cuando llega el momento de explicar cómo es posible que, pasado tanto tiempo, más de la mitad de los inquilinos de su cementerio siga sin identificar, y que esas 123 lápidas repitan el lamento del «Soldado argentino solo conocido por Dios».
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