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Así fue el primer discurso de Obama como presidente

Así fue el primer discurso de Obama como presidente

R.C.

Miércoles, 11 de enero 2017, 16:14

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«Queridos conciudadanos: Me presento hoy aquí con humildad ante la tarea que nos aguarda, agradecido por la confianza que me habéis otorgado, consciente de los sacrificios que hicieron nuestros antepasados. Doy las gracias al presidente Bush por los servicios prestados a la nación [aplausos] y por la generosidad y la cooperación que ha mostrado durante el periodo de transición. Hasta hoy, cuarenta y cuatro estadounidenses han prestado juramento presidencial. Las palabras que lo componen han sido pronunciadas en tiempos de torrencial prosperidad y cuando reinaba el agua mansa de la paz. Sin embargo, en ocasiones, el juramento ha debido prestarse entre nubes amenazadoras y violentas tempestades.

En estos momentos, los Estados Unidos siguen perdurando no solo por la capacidad o la visión de sus mandatarios, sino porque nosotros, el pueblo, nos hemos mantenido fieles a los ideales de nuestros antecesores y a nuestros documentos fundacionales. Así fue en el pasado y así debe seguir siendo con esta generación de estadounidenses. Bien sabemos que estamos en medio de una crisis. Nuestra nación se halla en guerra contra una red de violencia y odio de muy amplio alcance. Nuestra economía se ha debilitado mucho como consecuencia de la avaricia y la irresponsabilidad de algunos, pero también por nuestra incapacidad colectiva a la hora de tomar decisiones difíciles y preparar a la nación para una nueva era. Se han perdido hogares, destruido puestos de trabajo, cerrado empresas. Nuestra sanidad es demasiado cara; nuestras escuelas defraudan las expectativas de demasiada gente, y cada día se hace más evidente que el modo en que consumimos energía refuerza a nuestros adversarios y supone una amenaza para el planeta. Estos son los indicadores de la crisis, según los datos y las estadísticas. Menos mesurable, pero no menos profunda, es la pérdida de confianza en todo nuestro territorio; el inquietante temor de que el declive del país resulte inevitable, de que la próxima generación deba rebajar sus miras de futuro. Hoy os digo que los desafíos que tenemos ante nosotros son reales. Son graves, y muchos. No se resolverán fácilmente, ni en un corto periodo de tiempo. Pero que no te quepa duda, América: los resolveremos .

En este día, estamos aquí reunidos porque hemos elegido la esperanza y no el miedo, la unidad de propósito y no el conflicto y la discordia. En este día, venimos a proclamar el fin de las quejas mezquinas y las falsas promesas, de las recriminaciones y los dogmas caducos que durante demasiado tiempo han ahogado nuestra política. Seguimos siendo una nación joven. Pero, como dicen las Sagradas Escrituras, ha llegado la hora de dejar a un lado las cosas de niños. Ha llegado la hora de reafirmar nuestro ánimo infatigable, de elegir lo mejor de nuestra historia, de llevar adelante ese don preciado, el noble ideal transmitido de generación en generación: la promesa divina de que todos somos iguales, de que todos somos libres y merecemos la oportunidad de perseguir la mayor felicidad posible. Al reafirmar la grandeza de esta nación, sabemos que la grandeza nunca es un regalo. Debemos ganárnosla.

En nuestro viaje nunca ha habido atajos ni nos hemos conformado con menos de lo debido. No ha sido un camino para pusilánimes, para los que prefieren el ocio al trabajo, o para los que solo buscan los placeres de la riqueza y de la fama. Al contrario, han sido los que se arriesgan, los que actúan y construyen algunos de ellos célebres, pero con mayor frecuencia hombres y mujeres de labor oscura quienes nos han sostenido en la larga y dura senda hacia la prosperidad y la libertad. Por nosotros, esas personas empaquetaron sus escasas posesiones y cruzaron océanos en busca de una nueva vida. Por nosotros, soportaron las peores condiciones de trabajo en las fábricas y colonizaron el Oeste, resistieron el restallido del látigo y araron la dura tierra. Por nosotros, pelearon y murieron en lugares como Concord y Gettysburg, Normandía y Khe Sanh. Una y otra vez, aquellos hombres y mujeres lucharon, se sacrificaron y trabajaron hasta desollarse las manos para que nosotros tuviéramos una vida mejor. Para ellos, los Estados Unidos eran algo más grande que la suma de las ambiciones individuales, más grande que todas las diferencias por nacimiento, riqueza o ideología. Ese es el viaje que continuamos hoy. Seguimos siendo la nación más próspera y poderosa de la Tierra. Nuestros trabajadores no son menos productivos ahora que cuando comenzó esta crisis. Nuestras mentes no son menos creativas, nuestros bienes y servicios no resultan menos necesarios que la semana pasada, o que el mes o el año pasado. Nuestra capacidad no ha sufrido merma ninguna. Pero el tiempo del inmovilismo, de proteger los intereses de unos pocos y aplazar las decisiones ingratas, ese tiempo sin duda ha pasado.

A partir de hoy, debemos levantarnos, quitarnos el polvo y comenzar de nuevo a reconstruir los Estados Unidos de América. [Aplausos.] Porque allí donde miremos, hay trabajo que hacer. El estado de la economía exige medidas valientes e inmediatas. Y tomaremos esas medidas no solo para crear trabajo, sino para afianzar una nueva base de crecimiento. Construiremos las carreteras y los puentes, las redes eléctricas y líneas digitales que nutren el comercio y nos unen a todos. Le devolveremos a la ciencia el lugar que le corresponde, y emplearemos las maravillas de la tecnología para elevar la calidad de la asistencia médica y rebajar su coste. Aprovecharemos el sol y el viento y el suelo para alimentar los automóviles y hacer funcionar las fábricas. Y transformaremos las escuelas y las universidades para adecuarlas a las exigencias de una nueva era. Podemos hacer todo eso. Y lo haremos. Ciertamente, hay quienes cuestionan la magnitud de nuestras ambiciones, quienes sugieren que nuestro sistema no es capaz de soportar demasiados grandes planes. Son personas de corta memoria, porque han olvidado lo que ya ha hecho este país, lo que los hombres y las mujeres libres pueden lograr cuando a la imaginación se le suma el propósito común, o a la necesidad, el valor. Lo que esos derrotistas no entienden es que el terreno que pisan ha cambiado, que las vetustas disputas políticas que nos han consumido durante tanto tiempo ya no son válidas hoy. La pregunta que nos hacemos hoy no es si nuestro gobierno trata de hacer demasiado o demasiado poco, sino si realmentefunciona: si ayuda a que las familias encuentren trabajo y ganen un sueldo decente, si les proporciona una sanidad que puedan pagar o una jubilación digna.

En los ámbitos en los que la respuesta sea sí, intentaremos seguir mejorando. Cuando la respuesta sea no, se pondrá fin a esos programas. Y aquellos de nosotros que gestionamos los fondos públicos deberemos rendir cuentas: gastar con sensatez, reformar los malos hábitos y hacer las cosas a la vista de todos, porque solo así podremos restaurar la imprescindible confianza entre el pueblo y su gobierno. Tampoco nos preguntamos si el mercado es una fuerza beneficiosa o perjudicial. Su capacidad de generar riqueza y extender la libertad es inigualable. Pero esta crisis nos ha recordado que si no lo vigilamos muy de cerca, el mercado puede descontrolarse. La nación no es capaz de prosperar durante mucho tiempo si solo favorece a los que ya son prósperos. El éxito de nuestra economía siempre ha dependido no solo del tamaño de nuestro producto interior bruto, sino del alcance de nuestra prosperidad, de la capacidad de ofrecer una oportunidad a cada persona deseosa de dar lo mejor de sí misma; y ofrecérsela no por caridad, sino porque ese es el mejor camino hacia el bien común. En cuanto a nuestra defensa común, rechazamos como falsa la disyuntiva entre nuestra seguridad y nuestros ideales.

Nuestros Padres Fundadores Nuestros Padres Fundadores, enfrentados a peligros que apenas si podemos imaginar, redactaron una carta para garantizar el imperio de la ley y los derechos del hombe, una carta ampliada con la sangre de las sucesivas generaciones. Aquellos ideales iluminan al mundo todavía hoy, y no renunciaremos a ellos por oportunismo. Así pues, a todos los pueblos y gobiernos que hoy nos observan, desde las más grandes capitales hasta la pequeña aldea en la que nació mi padre, les digo que Estados Unidos es amigo de cada nación, de cada hombre y mujer y niño que anhela un futuro en paz y una vida digna. Y que nosotros estamos preparados para servir de guía en ese empeño. Recordad que las generaciones precedentes se enfrentaron al fascismo y al comunismo no solo con misiles y tanques, sino con sólidas alianzas y convicciones imperecederas. Ellos entendieron que nuestro poderío, por sí solo, no basta para protegernos, y que tampoco nos da derecho a hacer lo que queramos. Sabían que ese poderío es mayor si lo usamos prudentemente, que nuestra seguridad emana de la justicia de nuestra causa, de la fuerza de nuestro ejemplo y de la templanza de cualidades como la humildad y la contención. Nosotros somos los depositarios de ese legado. Guiados una vez más por esos mismos principios seremos capaces de superar las nuevas amenazas que nos exigen un mayor esfuerzo, más cooperación y más entendimiento entre las naciones.

De modo responsable, dejaremos Irak en manos de su pueblo y forjaremos una paz duramente ganada en Afganistán. Junto con viejos aliados y antiguos enemigos, trabajaremos sin desmayo para reducir la amenaza nuclear y hacer que retroceda el fantasma del calentamiento global. No vamos a pedir disculpas por nuestro modo de vida, ni vacilaremos en defenderlo. Y a aquellos que pretenden alcanzar sus objetivos sembrando el terror y asesinando inocentes, les decimos ahora que nuestro espíritu es más fuerte y no puede quebrarse: no perduraréis más que nosotros, y os derrotaremos. Porque sabemos que en nuestra herencia plural hay fuerza, no debilidad. Somos una nación de cristianos y musulmanes, de judíos e hindúes, y de no creyentes. Nos han modelado lenguas y culturas procedentes de todos los rincones de la Tierra; y porque hemos probado el amargo sabor de la guerra civil y la segregación, y emergido tras ese amargo capítulo más fuertes y unidos, solo podemos creer que los viejos odios pasarán algún día; que las fronteras entre las tribus se disolverán pronto; que a medida que el mundo se hace más pequeño, nuestra común humanidad quedará de manifiesto; y que los Estados Unidos deben cumplir su papel para marcar el inicio de una nueva era de paz. Al mundo musulmán: os digo que buscamos una nueva vía de futuro basada en el interés y respeto mutuos. A los líderes de cualquier lugar del mundo que pretenden sembrar la discordia, o culpar a Occidente de los males de su sociedad, les digo esto: vuestro pueblo os juzgará por lo que seáis capaces de construir, no por lo que destruyáis. A aquellos que para aferrarse al poder se valen de medios corruptos y engañan y silencian cualquier voz discrepante: sabed que estáis en el lado equivocado de la historia, pero que os tenderemos la mano si estáis dispuestos a abrir el puño.

A las gentes de las naciones pobres: nos comprometemos a trabajar codo con codo para lograr que vuestras granjas florezcan y las aguas fluyan limpias, a alimentar los cuerpos desnutridos y las mentes hambrientas. Y a aquellos países como el nuestro que gozan de una relativa abundancia, les decimos que ya no podemos permanecer indiferentes al sufrimiento que existe más allá de nuestras fronteras, ni podemos seguir consumiendo los recursos del planeta sin preocuparnos por las consecuencias. Porque el mundo ha cambiado y nosotros debemos cambiar con él. Mientras calibramos el cometido que se nos presenta en el futuro, recordamos con humilde gratitud a aquellos valerosos compatriotas que en este mismo instante patrullan por lejanos desiertos y montañas remotas. Tienen algo que decirnos, del mismo modo que los héroes caídos que descansan en Arlington nos susurran a través del tiempo. Les rendimos homenaje no solo porque sean los guardianes de nuestra libertad, sino porque ellos encarnan el espíritu de sacrificio, la voluntad de hallar significado en algo mayor que ellos mismos. Y, sin embargo, en este momento, un momento que definirá una generación, es precisamente ese espíritu el que debe habitar en todos nosotros. Porque, por mucho que el Gobierno pueda hacer, y debe hacer mucho, en última instancia es la fe y la determinación del pueblo estadounidense lo que sustenta a esta nación.

Es la bondad para acoger al extraño cuando se rompen los diques, o la generosidad de los trabajadores que acortan sus jornadas laborales para que un compañero no pierda el trabajo: eso es lo que nos hace superar nuestros peores momentos. Es el valor del bombero que se precipita por unas escaleras llenas de humo, pero también la voluntad de los padres de alimentar a su hijo; son ese tipo de cosas las que finalmente deciden nuestro destino. Quizá los retos que nos aguardan sean nuevos. Quizá lo sean también los instrumentos que emplearemos para superarlos. Pero los valores de los que depende nuestro éxito la honradez y el esfuerzo, la valentía y el juego limpio, la tolerancia y la curiosidad, la lealtad y el patriotismo, esos principios son antiguos. Y son algo real. Han constituido una serena fuerza de progreso a lo largo de nuestra historia. Lo que ahora se requiere, por tanto, es volver a esas verdades. Lo que se requiere de nosotros es una nueva era de responsabilidad, que todos y cada uno de los estadounidenses reconozcamos que tenemos deberes para con nosotros mismos, nuestra nación y el mundo; deberes que no aceptamos de mal grado, sino que asumimos gustosamente, porque tenemos la firme convicción de que nada hay más satisfactorio para el espíritu, o que defina mejor nuestro carácter, que dar lo mejor de nosotros frente a una tarea difícil. Este es el precio y la promesa que entraña ser ciudadano.

Esta es la fuente de la que emana nuestra confianza: del convencimiento de que Dios nos pide que marquemos el rumbo en un destino incierto. Este es el significado de nuestra libertad y nuestro credo, la razón de que hombres, mujeres y niños de todas las razas y religiones puedan reunirse en común celebración en este magnífico parque del Mall; y la razón de que un hombre a cuyo padre quizá no le habrían servido en los restaurantes locales hace menos de sesenta años pueda ahora presentarse ante vosotros para prestar el más sagrado de los juramentos. [Aplausos.] Señalemos, pues, este día con el recuerdo de quiénes somos y de lo lejos que hemos llegado. El año del nacimiento de los Estados Unidos, en el mes más frío, un puñado de patriotas se apretaban alrededor de hogueras medio apagadas a orillas de un río helado. La capital estaba abandonada. El enemigo avanzaba. La nieve estaba manchada de sangre. En el momento en que el resultado de nuestra revolución era más incierto, el padre de nuestra nación ordenó que se leyeran estas palabras al pueblo: «Cuéntese al mundo venidero que en lo más crudo del invierno, cuando lo único que podía sobrevivir eran la esperanza y la virtud la ciudad y el campo, alarmados ante un peligro común, salieron a hacerle frente». América: ante los peligros comunes de hoy, en este invierno de adversidad, recordemos estas palabras intemporales. Con esperanza y virtud, hagamos de nuevo frente a las corrientes heladas y resistamos las tormentas futuras.

Que los hijos de nuestros hijos puedan decir que, cuando fuimos puestos a prueba, nos negamos a dar por zanjado este viaje, que no nos dimos la vuelta ni flaqueamos; y que, con los ojos puestos en el horizonte y la gracia de Dios en nosotros, seguimos llevando adelante el gran regalo de la libertad y lo entregamos sano y salvo a las generaciones futuras. Gracias. Dios os bendiga. Y Dios bendiga a los Estados Unidos de América.

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