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Miles de londinenses festejan en noviembre de 1918 el armisticio frente al edificio de la Bolsa.
El baile y la sangre

El baile y la sangre

Los jóvenes se alistaron entusiasmados en 1914; sus hijos sabían en 1939 que la nueva guerra sería una carnicería

MARIA JESÚS CAVA

Viernes, 25 de julio 2014, 03:43

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Se cuenta que cuando Otto Von Bismarck tenía 83 años y su salud era precaria, recibió la última visita del káiser Guillermo, en diciembre de 1897. Como en otras ocasiones, la experiencia del excanciller quiso advertir al káiser de las intrigas de su entorno, para que gestionara con sagacidad la situación y considerara la calamidad que en Europa podría sobrevenir. Su predicción fue totalmente atinada: «El desastre llegará 20 años después, si las cosas siguen como hasta ahora () Un día la gran Guerra Europea saltará por alguna enojosamente estúpida cuestión en los Balcanes». No fue casual. Quienes se alistaron o se vieron obligados a hacerlo durante la PGM no desconocían los intereses puestos en juego cuando un atentado, que pudo preverse, sirvió de mecha para que el sistema estallase.

Interesa poner de relieve, por ello, cuál fue la percepción de este conflicto. El mantenimiento de la paz se había hecho progresivamente difícil, y la ingeniería de guerra se intuía a través de conflictos que amenazaron el 'statu quo' internacional a lo largo del decenio precedente. El pacifismo se dejó escuchar con contundencia -voces como las del socialista Jean Jaurés o el economista inglés Norman Angell, entre otros- pero, como el historiador Norman Davis sostiene hoy, «el ethos de los incansables grandes poderes echó raíces». Así sucedió también en la antesala de la SGM.

Sin embargo, hubo partidarios de la neutralidad, e incluso la opinión pública en los EE UU se decantó con relativa lentitud a favor de una posible intervención junto a los aliados durante aquel primer conflicto europeo. La Internacional Socialista y los incipientes grupos feministas fueron, sin duda, dos focos de opinión contrarios a la guerra en 1914, pero la metafórica imagen de los obreros franceses y alemanes cogiendo el fusil para defender a su patria habría sido inimaginable poco antes. La solidaridad obrera de esos años se hizo trizas.

Además, con esa guerra se puso de relieve una política claramente ineficiente e incluso descabellada. Lo dijo Barbara Tuchman: «La Humanidad ha mostrado su peor desempeño; más que en cualquier otra esfera de actividad».

'¡Tu país te llama, alístate ahora!', fue uno de los tantos eslóganes lanzados por la propaganda política. Y las trincheras se tragaron incluso a poetas como Hedd Wyn (Ellis Humphrey Evans), quien tuvo que alistarse poco antes de que se celebrara el más importante concurso de poesía de Gales, que ganó, y cuyo premio se dejó sobre una silla cubierta por una tela negra.

La evidencia de la prédica propagandística en favor de naciones minoritarias atrajo el entusiasmo idealista de numerosos jóvenes obligados a responder con ilusión casi caballeresca. Cuando el mes de julio de 1914 iba a concluir, Europa vivía aún inmersa en la engañosa placidez de la belle époque, pero días después resonaron los cañones. El conflicto devino en resultados dramáticos.

Rechazo no ideológico

Como ocurrió durante la siguiente guerra, estuvimos a punto de perder nuestra civilización. La humillación de Alemania generó efectos inimaginables. Y hemos de preguntarnos: ¿quién deseaba la guerra en Europa, de nuevo? En pleno proceso de recuperación, la opción militar se rechazaba por parte de muchos ciudadanos y también líderes políticos de distintos países. Y este rechazo no estuvo ligado sólo a ideologías.

Sin olvido de lo que históricamente corresponde a la culpabilidad de la agresión nazi y a la crisis, pocos estuvieron decididamente predispuestos a batirse de nuevo. Los ingleses, menos que nadie. Estaban recuperándose de la PGM. Intelectualmente, esos veinte años habían alentado otras ideas: la percepción heroica de la guerra se había transformado, y también lo hizo la del enemigo mítico y el enemigo efectivo. La revisión historiográfica que ha debatido recientemente ambos conflictos nos obliga a repetir lo que Margaret MacMillan consideró en su trabajo 'París 1919. Seis mess que cambiaron el mundo': ¿por qué perdió Alemania el 13% de su territorio y el 10% de su población tras la PGM? Después de todo, ¿había perdido la guerra Alemania? ¿Qué pasó con las promesas de Wilson?

Evidentemente, las respuestas pueden ser muy distintas, pero no eximen de nuevas consideraciones estratégicas para descifrar los arcanos del estallido de la SGM. Como algunos testigos de los hechos con quienes he tenido la fortuna de conversar expresan sin tapujos, «los alemanes tuvieron la mala idea de bombardear Londres». Y para muchos de ellos, habría que ponderar la realidad vivida cotidianamente y no sólo las razones políticas, para intentar desvelar algunos porqués. Sólo un ejemplo y una opinión al respecto. Lord Halifax, como opción de gobierno, seguramente habría intentado negociar con Hitler porque participaba de la opinión de que los ingleses no generaban en el führer especial antipatía. Al menos, inicialmente. Atinado o no, este juicio subraya posturas enfrentadas en el corazón mismo de la Inglaterra de la SGM, incluida la familia real. Muy distinta fue la actitud de Churchill, sin embargo.

Peter Englund, en su libro 'La belleza y el dolor de la batalla', se acerca a las personas, no a los procesos. Su propósito consiste en aglutinar impresiones, vivencias y estados de ánimo. Ese mundo afectivo sugiere un universo nada ficticio, aunque contradictorio. Entre esos testimonios, los de quienes recibieron la guerra con los brazos abiertos, ante el reto de eliminar totalitarismos. Pero también los de aquellos que aprendieron de nuevo a aborrecerla. Pese a todas las diferencias, a cada uno de ellos la guerra les robó algo: la juventud, las ilusiones, la esperanza, la vida. Y la percepción de la guerra cambió entre quienes volvieron a combatir o tuvieron que hacerlo forzados por motivos igualmente diversos y muchas veces contradictorios. Su actitud ante la guerra había cambiado radicalmente.

No trato de sugerir que habría que maldecir al tratado de Versalles, pero con el triunfo nazi en 1933 Hitler asumió un propósito: su eliminación. El Diktat resultó, en verdad, demasiado caro. El salón de los espejos de Versalles, lugar de la firma, se convertiría en pocos ños -ante la estupefacción y desolación de muchos- en la cámara de los horrores. La paz teatralizada en aquella espléndida galería palaciega provocó duras críticas, incluida la del embajador francés en Londres, Paul Cambon, quien recordó que el Rey Sol firmaba la paz en su gabinete, no en salones de baile.

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