La pelea de Dewey
PÍO GARCÍA
Sábado, 15 de octubre 2011, 03:39
Es muy probable que, esta noche, en el Staples Center de Los Ángeles, Larry Hopkins, de 30 años, un boxeador mediocre de Houston, noquee ... de un formidable gancho a Dewey Bozella. Es muy probable que Dewey Bozella, de 52 años, caiga sangrando sobre la lona, quizá con una ceja rota, un pómulo inflamado y varios dientes rotos. Y es muy probable que, en ese justo momento, arrinconado en el cuadrilátero, magullado, dolorido y derrotado por su rival, Dewey Bozella sienta que es, por fin, feliz.
La biografía de Dewey Bozella comenzó a torcerse en Poughkeepsie, Nueva York, en 1977. Emma Crasper, una viejecita de 92 años, regresaba a su casa tras haber pasado la tarde en el bingo cuando un hombre la asaltó y la mató. Dewey, entonces un muchacho de 18 años, nacido en el seno de una familia violenta y educado en las calles más duras de la ciudad, dijo que a esas horas estaba paseando con su bici.
Pero nadie le creyó. En la escena del crimen, la policía no encontró prueba alguna. La única huella digital que recogió pertenecía a Donald Wise, un tipo que años más tarde fue condenado por cometer un crimen casi idéntico. Sin embargo, el jurado de Nueva York no se avino a razones: aquel negro con malas pintas tenía que ser culpable. Lo habían incriminado dos delincuentes que luego cambiaron su testimonio varias veces.
En 1983, a los 24 años, Dewey Bozella ingresó en la prisión de Sing-Sing. Él siempre mantuvo que era inocente e incluso rechazó varios acuerdos posteriores que le prometían la libertad a cambio de declararse culpable. Dewey podía ser muy cabezota, pero no era en absoluto estúpido. En lugar de abandonarse a la pereza o a la desesperación, encontró una vida en la cárcel. Estudió el Bachillerato, se sacó un Master en el New York Technological Seminary y metió horas y horas en el gimnasio, practicando su deporte favorito: el boxeo. Siempre había soñado con ser un púgil profesional. Al menos, podía presumir de haberse convertido en el campeón de los pesos ligeros de la prisión de Sing-Sing.
Las pruebas ocultas
Dewey Bozella se hubiera podrido en la cárcel si no llega a aparecer la asociación benéfica 'The Innocence Project', que se dedica a revisar posibles fallos judiciales. Ante la ausencia total de pruebas incriminatorias, la asociación decidió poner el caso de Dewey en manos de una prestigiosa firma de abogados, Wilmer Hale. Los detectives del bufete encontraron al teniente de la policía de Poughkeepsie que había llevado la investigación del asesinato de la anciana Emma Crasper. Estaba ya jubilado.
Por fortuna, cuando se marchó a su casa, el agente había decidido llevarse tan solo un legajo de los muchos que tenía en su despacho. Era el expediente de Dewey Bozella. En él, los letrados de Wilmer Hale encontraron pruebas significativas que avalaban la inocencia de aquel joven negro de mala familia que llevaba 26 años entre rejas. Las pruebas habían sido ocultadas y ni siquiera habían llegado a manos de sus primeros abogados. Tras un nuevo proceso judicial, el 28 de octubre de 2009, Dewey Bozella consiguió que le abrieran las inexpugnables puertas metálicas de la prisión de Sing-Sing. Era libre.
A Dewey le dieron el premio Arthur Ashe por su coraje y el mundo descubrió entonces un personaje irrepetible, que a los cincuenta años aún quería hacer realidad su gran sueño: convertirse en boxeador profesional. El campeón del mundo de los pesos ligeros, Bernard Hopkins, asombrado por su perseverancia, le ofreció sus entrenadores personales y prometió hacerle un hueco, como telonero, en una velada de máxima audiencia.
Ese momento ha llegado. Esta noche, en el Staples Center de Los Ángeles, Dewey Bozella, de 52 años, subirá al ring. Será su primera y última pelea. «Saldré, daré el cien por cien y luego seguiré mi vida», prometió en las páginas del 'New York Times'. Si acaba sangrando y con la cara rota, ni siquiera le importará.
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