La isla cenicienta
El volcán Grimsvötn cubre de polvo Islandia, pero los lugareños ni se inmutan
PÍO GARCÍA
Jueves, 26 de mayo 2011, 03:28
El este de Islandia es una región virgen y solitaria, sin ciudades ni enormes infraestructuras ni apenas gente. La carretera que rodea la isla ... pierde de vez en cuando el asfalto y el paisaje cambia de color con una rapidez desconcertante: arriba, al borde del Círculo Polar, hay praderas verdes, cascadas y ríos juveniles. Unos kilómetros más abajo, la tierra se va volviendo densa, silenciosa y oscura. Y, casi de repente, hacia el sur, los glaciares bajan de las cordilleras vecinas y se asoman a la playa como insólitos turistas. Algunos bloques de hielo se desgajan de la montaña y se entretienen navegando por lagos gélidos y azules.
Ahora, sin embargo, todo es gris. Todo es ceniza.
«Lo peor ha terminado», anunció ayer la primera ministra del país, Joanna Sigurdardóttir. El volcán Grimsvötn se desperezó el 21 de mayo y soltó un rugido estremecedor: en 48 horas emitió al aire más material que su célebre antecesor, el Eyjafjalla, en 40 días. Más de 10.000 toneladas por segundo. Parece, sin embargo, que en las últimas horas ha vuelto a dormirse. Cuatro días le han bastado para provocar el cierre de algunos aeropuertos en toda Europa, cancelar cientos de vuelos y cubrir la mitad oriental de Islandia con una gruesa capa de ceniza. «Ahora empieza la fase de limpieza», proclamó la señora Sigurdardóttir.
Golpeados furiosamente por la crisis económica, con el Estado en quiebra, los islandeses se han ganado una reputación de pueblo desafiante e hidalgo, que no teme rebelarse contra los grandes poderes económicos mundiales. Sin embargo, asumen las violencias de la naturaleza con una mansedumbre extrema. Las aceptan como el tributo que deben pagar por habitar una isla salvaje en los confines del mundo.
Kirkjubaejarklaustur, un pueblo con más letras que habitantes, ha quedado casi sepultado: algunos lugareños han huido hacia la capital, Rejkiavik, y otros se han quedado en la zona, a ver qué pasa. «Hay cansancio y algunos temen las secuelas físicas. Pero es increíble ver el estoicismo de la gente. 'No podemos hacer nada' es una frase repetida una y otra vez». Las palabras del reverendo Ingólfur Hartvigsson, recogidas por el periódico 'Morgunbladid', subrayan la actitud fatalista de estos islandeses: mientras dura la tormenta de ceniza, están tratando de salvar todo lo que pueden salvar; luego, ya se verá. Y la emergencia levanta la habitual corriente de solidaridad: «Al menos en el campo, esa es la conducta general. Unos ayudan a otros, con independencia de si existe o no una emergencia», puntualiza el reverendo Hartvigsson.
Pueblo de granjeros
La gente no bautizó este lugar como Kirkjubaejarklaustur para complicar los crucigramas o para reírse de los turistas extranjeros. Traducido al español, el nombre quiere decir 'iglesia-granja-claustro' y es una descripción bastante exacta de lo que había aquí: un convento de monjas benedictinas que se desmanteló cuando la Reforma protestante. Ahora no parece quedar resto alguno del claustro, aunque sigue habiendo una iglesia y varias granjas. A este sitio, los islandeses lo llaman pueblo e incluso ciudad porque pasa la carretera general, hay una gasolinera e incluso han puesto un hotel, aunque sus 160 habitantes viven diseminados por toda la comarca.
En Islandia hay ahora treinta volcanes activos. No ofrecen la imponente estampa del Teide o del Vesubio porque suelen estar enterrados en los glaciares e incluso con el cráter convertido en un lago de aguas extrañamente templadas. Esta curiosidad geológica explica la copiosa lluvia de polvo gris: el contraste térmico pulveriza los desechos volcánicos, liberando toneladas y toneladas de ceniza. Las erupciones son continuas y, en ocasiones, terribles: en 1783, el Grimsvötn se tiró siete meses humeando y soltando gases tóxicos. Las consecuencias fueron catastróficas, ya que murieron 10.000 islandeses (un quinto de la población).
Por eso, los habitantes de este país saben que quizá puedan derrotar a la banca y al FMI, pero que jamás podrán domesticar su terrible naturaleza. Esa batalla la tienen perdida.
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