Molina Lario, el prelado que también vino de Teruel como el nuevo obispo de Málaga
Satué ejerció en Teruel sus cuatro primeros años de obispo antes de ser trasladado a la Diocesis de Málaga
Málaga ya tiene nuevo obispo. José Antonio Satué, que ha tomado posesión este sábado durante el transcurso de una solemne eucaristía celebrada en la Catedral ... , comparte historia con otro obispo ilustre de Málaga, José Molina Lario y Navarro. De hecho, el mismo prelado lo ha recordado incluso durante su homilía: «Como sabéis, vengo de mi querida diócesis de Teruel y Albarracín, siguiendo los pasos del obispo José Molina Lario, nacido en el pequeño pueblo de Camañas, en Teruel. En 1775, él también pasó de Albarracín a Málaga», ha dicho. Cabe recordar que Satué no es de Teruel, sino de Sesa (Huesca), pero sus primeros cuatro años de obispo los pasó en Teruel.
Pero ¿quién fue Molina Lario?
La historia de José Molina Lario es fascinante, sobre todo por la huella que dejó tras su paso por Málaga. Antes de aterrizar en la diócesis de la capital, ejerció como canónigo penitenciario en Alcañiz y Calatayud y magistral en Albarracín y Teruel. Su labor en aquellas plazas le proporcionó el favor del rey Carlos III, que en 1765 lo presentó ante su Santidad como obispo de la diócesis de Albarracín y en 1767 lo incorporó como miembro destacado de su Consejo Extraordinario.
Casi una década después, el 13 de abril de 1776, el obispo Molina Lario desembarcaba en la diócesis de Málaga para comenzar su labor pastoral, donde destacó por sus conferencias dogmático-morales al clero. Una de esas extensas cartas se conserva en el archivo histórico de Narciso Díaz Escovar, en concreto la que dirigió en 1780 'A las religiosas de su filiación'. Los 68 folios de misiva insisten en las cualidades que han de observar las hermanas a la hora de cumplir con los votos de obediencia, pobreza y castidad, «en los que consiste la verdadera esencia del estado Religioso y, en fin, por estos Santos caminos debéis aspirar, y caminar incesantemente a la perfección, pues este es el norte y fin de las verdaderas Esposas de JesuChristo», recoge el obispo en la introducción antes de entrar de lleno en los rígidos preceptos por los que se regía el clero de la época.
Como detalle, en el capítulo dedicado a la castidad, Molina Lario recuerda a las religiosas las palabras de San Bernardo: «Hermana, los hombres han de ser amados, pero sin verlos (…). Con ningún hombre han de hablar sin tener dos o tres testigos a la vista. No traten con frecuencia a hombres, aunque sean religiosos y sean santos, porque de la demasiada frecuencia de visitas se origina la ruina de la castidad y pureza». En la práctica religiosa, de hecho, se pedía a las hermanas que confesaran «con los ojos cerrados» para no ver a los confesores, que «no necesitan la vista para curar las almas, sino el oído». Tampoco se les permitía ver a los frailes de ninguna orden «y muy menos a nuestros Descalzos».
Más allá de esa doctrina intramuros, las aportaciones que permitieron al obispo Molina Lario pasar a la historia de Málaga y luego al callejero fueron más terrenales. La más importante tuvo que ver con el abastecimiento de agua potable en la ciudad, una necesidad que aún en el siglo XVIII estaba lejos de ser disfrutada por sus ciudadanos. Y el prelado fue clave en la solución de este problema, ya que fue él quien se encargó de sufragar y dirigir –con fondos diocesanos y personales– la obra del Acueducto de San Telmo para garantizar ese suministro.
En efecto, la Málaga del último cuarto del siglo XVIII sufría hasta entonces el problema del abastecimiento del agua, sobre todo en épocas de sequía; de ahí la importancia de este proyecto que, una vez concluido, se convirtió en la obra de ingeniería más importante del siglo en España. El acueducto, que hasta 1808 llevó el nombre del obispo pero que posteriormente fue encomendado al Colegio de San Telmo (de ahí su nombre), permitió acercar el agua a la población tomando el suministro del río Guadalmedina a través de un recorrido de once kilómetros y aportó también el riesgo para los campos agrícolas, así como la fuerza motriz en los molinos.
Obras de caridad y sociales
La financiación y la ejecución de esta infraestructura fue la más importante de cuantas emprendió el obispo Molina Lario, pero no la única. El prelado también se dedicó a sufragar con sus bienes todo tipo de obras de caridad y sociales: en este sentido, actuó en las barracas y casuchas que se repartían por el entorno de la Alcazaba, contribuyó a la creación del camino viejo de Vélez y a la reparación del camino de Antequera que pasaba por El Torcal, reformó el Seminario Conciliar, amplió el Convento de las Dominicas de la Aurora, renovó la Iglesia de Los Mártires y fundó el Colegio de San Telmo. También se implicó personalmente en la construcción de la carretera de Vélez-Málaga.
La Catedral también fue el escenario donde el obispo dejó su profunda huella, ya que promovió la construcción del templo en su fase barroca: entre 1777 y 1778 añadió los retablos y los dos órganos monumentales, de la platería y de los ornamentos –cuentan las crónicas históricas que se llegó a gastar un millón de reales. En paralelo, logró catalogar y organizar los fondos del Archivo Catedralicio. Un año antes de su fallecimiento, en 1782, Molina Lario vio cómo se finalizaba la torre norte de la Catedral, pero también la paralización de la segunda.
La muerte le sobrevino a los 62 años, aunque su vínculo con el primer templo de Málaga nunca ha llegado a romperse, ya que está sepultado en el mausoleo de la Capilla de la Encarnación de la Catedral. Y con él, una historia que merece un lugar propio en el callejero (y la memoria) de la ciudad.
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