«No es justo que archiven el crimen de mi marido en menos de un año; si queda impune, volverá a ocurrir»
«No me pueden devolver a Mateo, pero que al menos paguen por lo que han hecho», dice la viuda del fallecido por un disparo de kalashnikov cuando cenaba en su casa en La Palmilla
Esa tarde, Fernando y Mari Carmen, dos de sus cinco hijos, se presentaron en casa con una tarta de tiramisú y unas velas con el ... número 68. Era el cumpleaños de mamá. Posaron juntos para las fotos, como siempre. En una de ellas, Mateo Vallecillos tiene sentados sobre las piernas a dos de sus nietos. Se le ve sonriente, feliz, a sus 74 años. Es la última imagen que guarda su familia de él. Una bala lo mataría cuatro horas después en ese mismo salón.
El 5 de febrero ya nunca más será un cumpleaños feliz para María García. No lo será porque ese día del maldito 2020 un proyectil disparado por un kalashnikov en las calles de La Palmilla atravesó la ventana, la mosquitera y la cortina de su piso y mató a su marido. María no duerme una noche seguida desde entonces. El psiquiatra la ha llamado para recetarle unas pastillas que le ayuden a conciliar el sueño. «No puedo. Cierro los ojos y me acuerdo de ese día. Y se me viene la escena una vez, otra vez, y otra vez... Esa imagen no se me borra a mí de mi cabeza», expresa María, la viuda de Mateo.
Sólo han pasado unas horas desde que el abogado les notificara un auto que sepulta la investigación, al menos provisionalmente, después de un testigo protegido no ratificara su declaración inicial. María accede a hablar a SUR para «defender la memoria» de su marido. «Que archiven el caso es como echar una olla de agua hirviendo sobre la familia. Ni un año han estado investigando». Mañana, precisamente, se cumple la efeméride. Mañana es el cumpleaños de María.
Les quedaba un mes para celebrar las bodas de oro. Se casaron el 22 de marzo de 1970 en Antequera, aunque se habían conocido unos meses antes en Barcelona. Con 13 años, María se fue a vivir con unos tíos a Martorell para quitar una boca de su casa y mandar un sueldo. O dos. De 4.20 a 13.20 horas trabajaba en una fábrica. Por la tarde, en otra.
Un día, un paisano de Antequera que también vivía en Barcelona fue a visitar a sus tíos. Lo acompañaba un joven llamado Mateo que, como ella, se buscaba la vida en la Ciudad Condal. Vivía en casa de su hermano y había trabajado en una panadería, llevando pedidos en una sastrería y repartiendo bebidas. María acababa de llegar de la playa y se había «achicharrado» tomando el sol. Ni se fijó en aquel muchacho.
Unos días después, al salir de la fábrica, María se lo encontró en la puerta. Mateo había preguntado dónde trabajaba aquella chiquilla y allí que se fue a esperarla. Empezaron a charlar y a conocerse. Mateo no tardó en ir a su casa para –«así se hacía entonces», apostilla ella– preguntarles a sus tíos si podía salir con María.
La boda fue en Antequera, porque de allí era la novia (Mateo nació en Jerez del Marquesado, Granada), pero regresaron a Barcelona y se instalaron en Manresa. A los 11 meses nació el primero de los cinco, Mateo, ahora guardia civil. «Yo no podía trabajar fuera con un niño tan pequeño y el sueldo no nos daba para el alquiler. Mi madre nos dijo que nos viniéramos a Málaga, que ella nos ayudaba», recuerda María.
Mudanza a Málaga
El crío se quedó en Antequera y ellos se instalaron de alquiler en un pequeño piso de, causalidades de la vida, la calle Cataluña, cerca de Eugenio Gross, en Málaga capital. Ella trabajó durante años en la cocina del bar Navarrete –tres vértebras aplastadas dan fe de sus años de briega– y él se empleó también en la hostelería, aunque después se metió a repartidor, de lo que se jubilaría años más tarde.
En aquel tiempo, Palma-Palmilla no tenía, ni de lejos, su configuración actual. Los bloques altos del barrio estaban en construcción y la adjudicación de las viviendas se realizó por sorteo –otra paradoja cruel– entre las familias numerosas y con pocos recursos. Ganaron, si es que ahora se puede considerar así.
Por aquel entonces ya eran cinco (José María y Mari Carmen nacieron en el piso de la calle Cataluña). Pagaron 44.000 pesetas de la época (264 euros) por la entrada y les dieron las llaves del 10º C del número 5 de la calle Ebro. «No recuerdo el año, pero sé que, cuando murió Franco (20 de noviembre de 1975), nosotros estábamos haciendo la mudanza».
En el edificio, ahora marcado por los impactos de los proyectiles, no había ni ascensor (llegaría después). «Subimos todo por las escaleras. ¡Y eso que era un décimo!», rememora ella. «Pero sentíamos mucha ilusión porque íbamos a tener un piso en propiedad». Allí nacieron Fernando, que es policía local, y el benjamín, Jorge.
María fue testigo del deterioro progresivo del barrio, al que ellos, de algún modo, eran ajenos. «Mis hijos eran buenos niños, se dedicaban a estudiar y jamás se metieron en líos. Tuvimos mucha suerte porque siempre han sido responsables y supieron elegir. Nosotros tampoco. Salíamos para ir a trabajar, a comprar y a nuestra casa».
«Si yo me tuviera que ir del piso, me moriría»
Los hijos se fueron marchando. El último, Jorge, que abandonó el nido hace seis o siete años para irse a vivir con su pareja. «Ellos [los cinco, y también los respectivos] querían que saliéramos de La Palmilla. Pero estábamos a gusto, teníamos el piso pagado y sólo nos quedaba abonar la luz y el agua cada mes. Nos íbamos defendiendo con nuestras dos paguitas. Vivíamos tranquilos. Mateo decía: 'Si yo me tuviera que ir del piso, me moriría'. No quería salir de allí. Y mire usted cómo tuvo que salir'».
Aquella tarde, después del cumpleaños de María, Mateo se fue a llevar en coche a Jorge al trabajo. Al volver, sobre las 21.30, le dijo a su mujer: «Hay jaleo abajo, he visto gente en el portal». Ella le respondió que no bajara a pasear a 'Balu', su perro, como solía hacer cada día. Mateo le hizo caso y se puso a cenar viendo la tele.
«Se escuchó una pelea muy fuerte. Nosotros no teníamos costumbre de asomarnos, no tenemos nada que ver con esas cosas. De pronto se callaron. Creímos que había terminado todo». Se equivocaban. Entre las 21.15 y las 21.55 –hora aproximada de la muerte de Mateo– se registraron varias llamadas alertando de refriegas en las calles. «Si las patrullas hubieran venido tras los primeros avisos, quizá se habría evitado ese final», se lamente María.
Mateo aún no había terminado de cenar cuando se escucharon unas detonaciones muy fuertes. «Yo le dije: 'Ay, Dios, esos disparos no son normales [no era la primera vez que escuchaban un tiro en la zona, pero, insiste, nunca algo así]. Era como una ráfaga, como si tuvieran una metralleta», continúa.
«María, que me han dado»
Mateo se levantó y fue a la cocina a echarse un vaso de leche, como cada noche después de cenar. María estaba tumbada en el sofá. Al volver, sólo le dio tiempo a soltar el vaso en la mesita del salón. «Se oyó un zumbido seco en el piso. Lo siguiente que le escuché decir fue: 'María, que me han dado'. Y se me cayó de boca al suelo. Lo único que podía decirle era: 'Mateo, por Dios, no te vayas a dormir'. No sé ni cómo caí en llamar al 112. Les expliqué que habían alcanzado a mi marido, que vinieran corriendo. La policía llegó enseguida. 'Señora, su marido no ha sufrido', me dijeron. Era lo único que podían decirme. Fue muy duro todo aquello, ¿sabe usted?».
María no ha vuelto al piso desde entonces. Su hijo Fernando se la llevó a su casa y entre todos los hermanos se han encargado de sacar sus ropas, sus pertenencias y algunas cosas de valor. «Pero toda la vida de una se quedó allí. Mis muebles, mis recuerdos... Se lo han llevado a él y a los familiares nos tienen hechos polvo». María sigue viviendo con Fernando, aunque pasa temporadas con sus otros hijos y sus siete nietos. «Aquí estoy más tiempo sola [cuando él se va a trabajar], que es lo que yo necesito para hartarme de llorar», confiesa.
La tristeza se torna en rabia e impotencia cuando piensa en que ahora, además, el caso está archivado por el cambio de versión de un testigo protegido. «Vamos a hacer todo lo posible para que se reabra. No es justo, no es justo», repite una y otra vez. «No han tenido piedad con nuestra familia, ni con la persona a la que mataron. Esto no puede ser. ¿Qué clase de justicia tenemos en España? La justicia de este país es muy blanda».
La viuda de Mateo pide a los posibles testigos que no tengan miedo, «que no hace falta que se identifiquen, que diga lo que vieron», reclama. «No me pueden devolver a mi marido, pero que al menos los autores paguen por lo que han hecho. Si esto queda impune, volverá a ocurrir cuando haya otra bronca». También tiene un mensaje para los que apretaron el gatillo (se recogieron cartuchos de dos armas distintas): «Que piensen en sus padres. Que si a ellos les mataran a su padre, que digan si querrían justicia. Que respondan. Si se diera el caso, los miraría a la cara y les diría que nos han arruinado la vida».
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión