La verdad de Noa
Si descarnado es el relato de lo que le tocó vivir a esta joven holandesa, más vergonzante resulta lo que sucedió a las pocas horas de su muerte
Noa Pothoven se dejó morir, literalmente, de inanición. A sus 17 años, esta joven holandesa decidió poner fin a una vida que empezaron a ... destrozarle cuando a los 11 abusaron de ella en una fiesta escolar y que siguieron convirtiendo en escombros cuando dos hombres la violaron en un callejón tres años después. Luego, la burocracia de un sistema atrofiado hizo el resto. Nadie, en un país aparentemente en progreso y civilizado como Holanda, supo dar respuesta a los fuertes trastornos depresivos y a la anorexia que le provocó aquel trauma. Unos jueces llegaron incluso a ingresarla a la fuerza durante seis meses en un internado donde la inmovilizaron para que no se lesionara. Eso fue todo lo que la sociedad supo hacer por ella.
Así que tras salir de aquel infierno e intentar sin éxito huir del calvario al que la habían empujado, Noa llamó a las puertas de una clínica autorizada para practicar la eutanasia. Quería que la ayudaran a morir. Le dijeron que no, así que optó, con la aquiescencia de su familia, por dejar de alimentarse para acabar con su sufrimiento psíquico. Todo acabó hace una semana, una apacible tarde de domingo, en el dormitorio de su casa de Arnhem.
Y si descarnado es el relato de lo que le tocó vivir, más vergonzante resulta lo que sucedió a las pocas horas de su muerte. Algún medio de comunicación tituló «Holanda ayuda a morir a una joven con estrés postraumático fruto de continuas violaciones». Y listo, servido en bandeja el suicidio de una adolescente para reabrir en falso el debate sobre la eutanasia y alimentar las redes durante un buen rato. Hasta que llegó el desmentido, claro. Y entonces un clamoroso silencio nos dejó en un ridículo desnudo. No hubo eutanasia, sólo la derrota moral de una sociedad incapaz de sacar del pozo a una niña destruida por sus depredadores. Y, eso sí, pocas rectificaciones vi sobre el asunto. Los periodistas somos resistentes a la autocrítica, especialmente algunos a quienes realmente les fastidia aquello de que la verdad le estropee un buen titular. Tampoco los órganos colegiados de la profesión (a los que por cierto, no pertenezco por convicción, lo cual no tiene más relevancia que aportar el foco desde el que hago esta reflexión) suelen andar finos cuando se trata de meter el dedo en el ojo y ponernos en un espejo. Y en las facultades de Periodismo hace tiempo que andan muy desconectados de las entrañas del oficio, quizá por la anestesia de tanta aguja hipodérmica de Lasswell.
Pero lo cierto es que nos jugamos toda la credibilidad en la veracidad de los relatos que ofrecemos. Y podemos fallar, sí, pero no columpiarnos como algunos hicieron con Noa Pothoven, la chica a la que le fallamos todos los que alguna vez la tuvieron cerca o, simplemente, escribimos su nombre. Esa es la verdad.
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