Saturnales
La ministra de Traslación alrededor del Sol ha felicitado a los españoles el solsticio de invierno. Oh, solsticio de invierno, patio de mis infancias. Puede ... celebrar lo que quiera, pero habita una cierta inquina en el gesto, pues felicitar el solsticio el día 24 de diciembre no consiste solamente en felicitar el solsticio, sino en no felicitar la Navidad.
Es fantástica la capacidad de la gente para esquivar la Navidad como una mancha. Edifican alrededor del Nacimiento una gigantesca elipsis construida únicamente para circunvalar el hecho religioso, de manera que uno en ella entra el 23 de diciembre, comienza a transitar por las órbitas de las saturnales, el eufemismos, la M50 del felices fiestas, el solsticio del invierno de la ministra y lo que se tercie, y se pone el siete de enero sin haber rozado a Dios.
Se da una curiosa asimetría por la cuál resulta ridículo dejarse llevar por la solidaridad ante el hecho de que el rey de los hombres naciera en un sucio portal de Belén hace 2019 años, pero es muy lógico imbuirse del espíritu de concordia solo con decir «estas fechas» y encender iluminaciones abstractas en las calles. Esto sucede mucho en España donde hay gente que se ríe de otra gente porque va a misa y en cambio un día estando de vacaciones por Sumatra, experimenta un viaje cósmico en la ceremonia del mono sagrado.
Me parece adorable este lío de la literalidad de la Navidad, las saturnales y la verdad sobre Cristo. «¡Pero si Cristo no nació el 25 de diciembre!», te advierten. «¡Pues mejor! ¡Más divertido!», pienso. Este asunto de los hechos históricos es el paraíso terrenal del listillo. Todos hemos tenido un amigo o un familiar que vivió hispánicamente empeñado en joder con el matiz y que en cada ocasión encontraba un goce previo en pensar lo que iba a decir al que se encontraba por la calle y para escandalizar, a todos les soltaba cualquier cosa llevando la contraria, por ejemplo «¡Eh, felices saturnales!», o lo que fuera. Así perpetraba su justiciero comentario, y después se volvía a casa repasando con orgullo a toda la gente a la que le había dado una lección, ya que con esa coletilla contestataria estaba venciendo a algún tipo de imperio intelectual y acaso había provocado un cambio en las mentes de sus amigos. Luego dudaban si este pelma que montaba el numerito era un revolucionario o una versión extendida del tonto del pueblo.
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