Rajoy
Aquella noche de debate electoral, después de dos horas largas de charla con Pedro Sánchez, Mariano Rajoy comenzó su minuto de gloria con esa dicción ... suya con la que, en lugar de decir las palabras, las baja esquiando y dijo «Buenas noches, señoras y señores». Pasada la medianoche, saludaba a España que llevaba toda la noche escuchándolo y en ese momento, uno de sus asesores que se sentaba a mi lado en la sala de prensa anexa al debate, se derrumbó sobre la mesa con la cara incrustada en las palmas de las manos. Yo le consolé: «Si sigue equivocándose y haciendo esas cosas, ganará las elecciones», y sucedió. Se fue humanizando, abuelizando casi, hasta convertirse en Don Mariano, un señor de Santiago de Compostela que se emocionaba en un campo de alcachofas, que se hacía el lío con los vecinos y el alcalde, y cuya mayor ofensa a la ciudadanía consistía en aparecerse en un plasma.
Presentó ayer su segunda autobiografía. Se llama 'Rajoy', naturalmente, y el título da medida de su marianismo. Admite que lo ha escrito para que no lo escriba otro antes. Lo mejor de la obra es que, sucediendo las cosas que sucedían en Moncloa en aquellos que define marianamente como «difícilmente olvidables», da la sensación de que no pasa nada. Esta cuestión define al personaje y una época en la que lo extraordinario se disfrazaba de normalidad y no al contrario. No parece que vaya a hablar de su colchón, ni a desvelar conversaciones con el jefe del Estado. No es el tipo de libros en los que uno se espere cruzar a la vuelta de la página con la historia de un tipo que se quemó la piel bronceándose el ano. Rajoy, que es Greta Thunberg pero al revés, le pide pocas cosas al lector: «paciencia y comprensión».
En Rajoy habita un cariño extraño de barba suave, de moderación, un cierto orgullo de 'boomer' y de aquella política otoñal y deliciosamente aburrida donde aún se decía 'bueno ya veremos', tan cerca y tan lejos de los líderes actuales que tienen algo de iluminati, que siempre salen a salvar la Tierra como héroes de la Marvel y que parecen siempre a punto de confundir el botón rojo con el del mando de la PlayStation, que meten tantas patas salvando el mundo que a veces uno cede a la tentación de añorar que lo hubieran dejado como estaba. No solo es que en España se entierre bien: es que vamos a peor.
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