Hemos llegado a normalizar el odio tanto que ni los escarmientos nos sirven. La lección de 40 años de dictadura tras el fratricidio que siguió al 18 de julio y el esperanzador ejemplo de conciliación y concordia de la Transición nos han durado poco. No ha llegado ni al medio siglo y aquí estamos otra vez espoleando la memoria histórica a ver qué bando fue más salvaje o sacudiendo a los borbones y tirando de insulto y calumnia, ahora con más velocidad, claro, que para eso está el Twitter. Basta con echar un vistazo al tono general de la soporífera campaña del 28A. O yo estoy muy torpe y soy incapaz de encontrar alguna brizna de argumentario o aquí los candidatos están entregados al mandoble directo, sin intentar pasar por el mecanismo básico de un silogismo.
El bochornoso hostigamiento al que los nostálgicos del tiro en la nuca sometieron a Albert Rivera en Rentería es sólo una muestra de hasta dónde ha llegado lo que el profesor Rogelio Alonso, en el espléndido ensayo 'La derrota del vencedor', define como «socialización de la violencia», tan útil para la justificación de la infamia etarra durante los años de plomo, y apuntalada además por la estupidez de presidentes como Aznar que, tentado por la megalomanía de pasar a la Historia como el aniquilador del terrorismo, acuñó aquello de «movimiento nacional de liberación vasco»; o Zapatero, que llegó a calificar de «accidentes» los atentados.
Y aquí estamos en 2019, rodeados de lazos amarillos con los que acosan a Inés Arrimadas, atosigados en Barcelona por universitarios con pasamontañas que zarandean a Cayetana Álvarez de Toledo y con una chusma de supremacistas vascos alrededor de un mitin de Vox con las teas encendidas. Y con un imbécil como Echenique, capaz de defender que nos sigamos mirando con los ojos inyectados de furia en vez de intentar que esta normalización del odio no nos conduzca directos a ese día en el que no nos quede otro idioma que el lenguaje de las pistolas.
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