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Si la vida se contara en unidades de Papa, la mía comenzó con Pablo VI y continuó con Juan Pablo I, Juan Pablo II, Benedicto ... XVI, Francisco y, ahora, con León XIV. Siempre me ha parecido fascinante la dimensión de la Iglesia Católica, capaz de perdurar inquebrantable durante dos mil años, mucho más que cualquier imperio, y de fortalecer su estructura y su poder en el mundo. Tanto es así que todos los mandatarios reconocen su influencia y el papel que juega en el delicado equilibrio mundial. No deja de asombrarme el peso de la tradición, la liturgia, la solemnidad, la doctrina y la devoción para sostener a millones de fieles que celebraron con extraordinaria veneración la llegada del nuevo Papa. La Iglesia ha sido capaz, desde su fundación, de tejer un poder que supera las fronteras y los territorios, mundanos y espirituales, y que supone un asidero vital para gran parte de la población mundial.
Todo pasa, pero la Iglesia siempre perdura. Su concepción del tiempo es diferente a la de cualquier persona, gobierno, país o empresa, porque no se contempla desde parámetros ordinarios, sino desde la eternidad. Todos nos planteamos solucionar nuestros problemas en nuestro ciclo vital, pero la Iglesia lo puede hacer en siglos. No existe la prisa, ni las urgencias.
Cuando en juego está la vida eterna y nos adentramos en los complejos senderos de la culpa, el pecado, el perdón, los dogmas o la resurrección es imposible analizarlo bajo criterios terrenales. Cuando no hay respuestas siempre está la fe.La Iglesia Católica siempre ha sido trascendente y ha sabido ejercer su papel geopolítico. Lo hizo Pablo VI, severo y prudente en los tiempos de la Guerra Fría; Juan Pablo II, cercano y humilde durante la caída del comunismo y la globalización; Benedicto XIV, teólogo y tradicional frente al avance del relativismo cultural y moral, y Francisco, humilde y reformista en la era de la polarización social. Juan Pablo I no tuvo tiempo en sus 33 días de papado de dejar su sello o legado.
Ahora León XIV asume un nuevo reto como Papa. Y ya en su primera aparición marcó su espacio. Apreciado y amigo de Francisco, dicen los que saben de esto que puede significar cierta continuidad, pero al mismo tiempo salió al balcón de la Basílica de San Pedro, al contrario que su antecesor, cargado de toda la tradición, con la muceta roja, la estola bordada en oro y la cruz dorada. Este gesto –Francisco tuvo una presentación muy austera– puede entenderse como una señal de respeto a las formas litúrgicas clásicas y el equilibrio entre la renovación y la tradición. No hay que descartar que, simplemente, fuese porque le gustaba así. Pero ya se sabe que en la Iglesia nada es casual y mucho menos intrascendente.
Si echamos un vistazo a líderes mundiales actuales –Xi Jinping, Trump, Putin, Narendra Modi, Erdogán, Milei, Meloni, Macrón o el propio Pedro Sánchez– vemos que todos ellos, salvo alguna excepción, componen un grupo de ególatras insensatos capaces de llevar a este mundo al desastre. Y es en este jardín en el que tendrá que desenvolverse León XIV, con una sociedad polarizada, un relativismo galopante y una digitalización, con la inteligencia artificial como estilete, que abre de par en par puertas de incertidumbre.
Quizá por todo ello León XIV habló de paz, quizás la palabra hoy con mayor trascendencia y que puede tener mucho sentido en este nuevo papado. Ante tanto loco hace falta una gran dosis de sensatez. Hoy la Iglesia no puede quedarse al margen de la deriva bélica del mundo ni de los delirios megalómanos de algunos dirigentes.
Líbreme Dios de pontificar sobre la materia, pero tras la humildad exhibida por Francisco, el nuevo Papa tiene enormes desafíos dentro y fuera de la Iglesia que van a exigir de él altas dosis de persuasión, firmeza y altura intelectual. Si León XIII pasó a la historia en 1891 por su encíclica 'Rerum Novarum: sobre la condición de los obreros', la primera gran encíclica de la Doctrina Social de la Iglesia, en la que defendía los derechos de los trabajadores frente a los abusos del capitalismo industrial, rechazando tanto el socialismo revolucionario como el liberalismo sin límites, ojalá León XIV marque la senda de la conciliación global como referente moral y ético frente a la progresiva deshumanización en este mundo cada vez más tecnocrático.
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