Pequeños monstruos
Una educación de normal firmeza debería bastar para evitar la forja de un niño tirano
Juan Bas
Lunes, 11 de agosto 2025, 00:01
Consideraba el humorista W. C. Fields que alguien que detesta a los animales y a los niños no puede ser mala persona del todo. Centrémonos ... en los niños, en la sección de los abominables y monstruosos. En la novela de Martin Amis 'Campos de Londres' hay un niño memorable, sobre todo para sus padres, que no se lo pueden sacar de la cabeza ni un segundo. Se trata del peligroso Marmaduke (gran nombre), al que Amis describe como un niño de 18 meses extrañamente fornido. El angelito grita a pleno pulmón con la constancia de las calamidades, duerme unos cinco minutos al día, tiene fijación con los cuchillos y muerde como un tiburón.
Marmaduke representa la monstruosidad infantil salvaje muy pasada de rosca; más frecuente es la del niño tirano. Dedicado a la celebración de la gula que es un buen bufet de desayuno en hotel, observaba los manejos de un espantoso niño de unos cinco años que estaba con tres mujeres en una mesa vecina. El monstruito tenía una inquietante mirada fija de serpiente, sin pestañeos. Se dio cuenta de que lo miraba y me hizo un firme duelo de ojos hasta que, atemorizado, me di por vencido.
No callaba un segundo, hablaba alto, de manera tajante y exigía una perpetua atención, que su madre y su abuela le otorgaban con una presteza penosa. Pero la tercera mujer, a la que el pequeño tirano llamó tía Tere, era su reto. Se dirigía a ella y le ordenaba que fuera a traerle más cosas del bufet, pero tía Tere pasaba como de la peste. Esa actitud de negación de servidumbre, aunque la madre y la abuela criadas volaban a por sus caprichos, contrariaba al churumbel. Era probable que la irreductible tía Tere le malograba su juego de dominación, que solo es de pleno triunfo cuando el monstruo tiene éxito con todas las presas disponibles.
Una educación en términos de normal firmeza, sin necesidad de látigo, debería ser suficiente para evitar la forja de un niño tirano. El tono despótico con que se dirigía a su madre revelaba que el odioso crío estaba muy mal educado. Más difíciles son las cosas cuando un niño es malo, malo de verdad. Recuerdo a un viejo amigo que me dijo hace mucho que había llegado con duro pesar a la conclusión de que su hijo adolescente era una mala persona, que no eran veleidades de la difícil edad, y que temía que hiciera algo grave.
Confesaba que comenzó a darse cuenta de una incipiente negrura cuando su hijo era pequeño y, al negarse a comer, le decía a su madre con expectante frialdad: «Llora, llora para que coma». Alguna vez me he preguntado qué habrá sido del hijo de mi amigo; si habrá hecho carrera en el crimen o en la política o en ambos.
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