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'Yo, Daniel Blake' es una película de Ken Loach, data de 2016, pero siempre está de actualidad. Es un clásico con más verdad que ... las historias de Charles Dickens. Habla de la burocratización y la despersonalización de los servicios sociales, de la desconfianza y el recelo que siempre pesan sobre los empobrecidos, a quienes se responsabiliza y se culpa de su situación, a quienes se tilda de vagos y de aprovecharse de la generosidad del Estado y del resto de los contribuyentes (como si se pudiera hablar de tal cosa, cuando los estudios informan de que son las clases medias las que más fruto sacan de los beneficios fiscales y de las prestaciones públicas, ya que un problema que tienen los pobres es, precisamente, que por serlo no pueden beneficiarse de muchas cosas, además de que no saben cómo y dónde pedir ayuda y a qué tienen derecho). Pero la película sobre todo trata de lo fácil que es que un bache en la vida, una enfermedad, la pérdida del trabajo, un divorcio, la violencia de género… se conviertan en la puerta de entrada a la pobreza y la exclusión social.
Los salarios de gran parte de la población sólo dan para vivir al día, así que su repentina falta puede devenir fácilmente en privaciones primero, pequeños impagos después y a veces, rápidamente, llegan los más grandes, como el de la propia vivienda. La experiencia también habla de lo fácil que es que un pequeño empresario, que un autónomo, entre también en esa misma espiral destructiva: un cataclismo financiero como el de 2008 tiró por tierra planes e ilusiones de personas que habían arriesgado un pequeño patrimonio para emprender; y una pandemia o un desastre natural, por desgracia cada vez más frecuentes, pueden arrasar el negocio que llevó años levantar –que se lo digan a los valencianos afectados por la dana–.
La mayoría de la población está ahí, haciendo equilibrios sobre el alambre, aunque queramos autoengañarnos; y pese a que creamos contar con apoyo social, si deja de caer la nómina cada final de mes en la cuenta bancaria, si la falta de recursos se cronifica, llega la vergüenza y, con ella, comportamientos huidizos y, finalmente, el aislamiento. Así que llama mucho la atención el escaso sentimiento de piedad por los pobres y los empobrecidos hasta el punto de su deshumanización, de la desposesión hasta de su categoría humana, sí, con el empleo de neologismos que no tenemos problema en adoptar para designarlos. ¿Por qué no nos paramos un momento a pensar que cualquier día de éstos nos puede pasar a cualquiera?
De fondo hay un fenómeno que se ha ido fraguando durante muchas décadas: la creación de la ideología –falsa conciencia– de la clase media propietaria hecha a sí misma y por mérito propio. Ello genera una particular circulación de la empatía con los que se cree iguales y extiende la sombra de la sospecha sobre los demás, sobre quienes fracasan o sobre quienes han venido al mundo ya fracasados. La compasión se le niega a quien ha sufrido un bache vital y también a quienes han nacido en entornos desfavorecidos y con menos herramientas –no sólo materiales– para hacer frente a las complicaciones de la vida diaria. No son pobres porque no se saben administrar, sino que no se saben administrar porque son pobres.
Estos procesos mentales se han acentuado con las redes sociales: es muy fácil sentarse en el sofá, tumbarse en la cama, deslizar por la pantalla del móvil el mismo dedo índice que se utiliza para señalar y alimentar nuestras ideas preconcebidas; nos evita, además, mirar cara a cara a los protagonistas de esas historias y escucharlas de su boca.
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