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Felip Ariza
CAMBIAR DE COSTUMBRES

CAMBIAR DE COSTUMBRES

EL FOCO ·

Nos acomodamos a determinados hábitos pese a ser conscientes de sus nefastas consecuencias. De semejante prisión solo podemos liberarnos aprendiendo a disfrutar lo que nos complace y, además, resulta beneficioso

ROBERTO R. ARAMAYO

Domingo, 12 de julio 2020, 09:44

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De repente se paró el mundo. Las carreteras quedaron vacías y se paralizó el tráfico aéreo. No era una 'peli' de ciencia ficción. Se declaró el estado de alarma y los plazos del confinamiento por el coronavirus fueron prorrogándose. Algunos pensamos que una crisis de tal calado podía contribuir a cambiar las cosas. Que cabía romper ciertas inercias desafortunadas y poner en tela de juicio algunos perniciosos dogmas económicos inquebrantables.

No se trataba de ser ingenuamente optimista y esperar que la solución cayera del cielo ni viniera de arriba. Creí que se podía dar una concatenación de revoluciones personales cuyo efecto dominó diera lugar a un orden social diferente, con un modelo de contrato social más humano.

Parecía darse una coyuntura propicia para fortalecer una Unión Europea más cohesionada, no por su moneda, sino por unos valores culturales compartidos que pudiera federalizar las claves que cimentan el Estado del Bienestar, apostando por robustecer desde la esfera pública el sistema sanitario, la educación y las redes asistenciales.

Los políticos deben tenernos más en cuenta, pero hay cosas que solo dependen de nosotrosEl Covid-19 no ha servido para romper inercias y cuestionar dogmas económicos perniciosos

Pero difícilmente se podía perseguir esa meta cuando no se concitaban acuerdos internos y los agentes políticos eran incapaces de cerrar filas para hacer un frente común. En lugar de suscribir pactos y consensos, nos dieron el patético espectáculo de atribuir las defunciones acontecidas en residencias para mayores a la gestión del adversario político. ¿Cabe defraudar más a la ciudadanía?

Llegará el momento de rendir cuentas por tamaña irresponsabilidad. Entretanto exijamos detallados planes de contingencia para el futuro más cercano, por si los niveles de contagio del virus vuelven a remontar, como en el fondo nos tememos todos. No hay indicios de que se hayan adoptado las medidas oportunas en base a la traumática experiencia del Covid-19.

¿Se han incrementado las plantillas del personal sanitario y servicios anejos? ¿Contamos con un mayor número de docentes para desdoblar los cursos? ¿El servicio asistencial está convenientemente reforzado para no colapsarse sin dejar al margen a los más vulnerables? ¿Podremos regular el trabajo no presencial en medio de un mercado laboral regido por la precariedad? Estas cuestiones hay que atenderlas a corto plazo. Otras requieren de una planificación con mayor perspectiva temporal.

¿Acaso no es el momento de revisar los patrones urbanísticos? La pandemia ha mostrado que no se vive igual en todas partes. Las depresiones no han circulado con idéntica intensidad por el campo y los entornos insulares que por las megalópolis. La concentración en grandes urbes no parece conllevar grandes ventajas para sus moradores, aunque sí las presenten para la especulación inmobiliaria y el enriquecimiento de quienes trafican con ella. ¿No sería razonable incentivar el traslado a localidades más despobladas mediante créditos que fomenten rehabilitar viejos enclaves abandonados?

La fórmula que sirve para rescatar a la industria del automóvil, ¿no puede aplicarse a otros ámbitos como el de la vivienda social o las zonas residenciales de la tercera edad? Pagar un potosí por alquilar habitáculos que no merecen tal nombre debería pasar a la historia. Convertir el cuidado de nuestros ancianos en un lucrativo negocio sin entrañas es algo que debe ser perseguido por la ley.

Con todo, la responsabilidad no es algo que debamos exigir tan sólo a los demás. Al igual que los derechos tienen como reverso el cumplimiento de unos determinados deberes, el primer ejercicio de la responsabilidad tiene un carácter autónomo y empieza por uno mismo. Es más, podemos mostrarnos benévolos con la irresponsabilidad ajena buscando toda suerte de circunstancias atenuantes, pero nunca debemos hacer nada parecido con la propia.

Lo que se ha dado en denominar 'nueva normalidad' nos ha servido como banco de pruebas. A lo largo del confinamiento se nos pidió quedarnos en casa y acatar unas pautas cuya inobservancia concitaba sanciones. Ahora se nos hacen recomendaciones para no contagiar sin saberlo a los demás. El relajo en su seguimiento es generalizado.

Muchos actúan como si la grave amenaza del contagio se hubiera esfumado. No hay que acudir a grandes fiestas o eventos para comprobarlo. En los funerales religiosos no se acatan estrictamente todos los protocolos de cautela. Cunden los abrazos y se reparte la eucaristía con las manos.

Claro que quienes imparten las instrucciones también inducen a la confusión. Nos dicen que conviene mantener la distancia de seguridad, particularmente si se trata de sitios cerrados que no se pueden airear, salvo que viajes en un avión y se bendiga entonces que compartas el reposabrazos porque así lo exigen los beneficios de la compañía.

Debemos exigir a los gestores políticos que nos tengan más en cuenta, sin considerarnos únicamente como votantes o consumidores. Pero tendemos a olvidar que ciertas cosas sólo dependen de nosotros. Podemos ejercer nuestra responsabilidad individual a cada paso que damos. A veces hemos de hacerlo nadando contracorriente -como sugiere Javier Muguerza-, disintiendo de secundar aquellas actuaciones que consideremos injustas para con los demás y puedan dañarles.

También podemos aplicarnos esto a nosotros mismos, pues hacemos muchas cosas que nos perjudican a sabiendas. Nos vamos acomodando en nuestros hábitos pese a ser conscientes de sus malas consecuencias. Todas nuestras adicciones de baja o alta intensidad se atienen a esta regla. Da igual que se trate de fumar (en pipa, por supuesto), beber (buen vino, claro está), jugar (al ajedrez, evidentemente) o mirar nuestro dispositivo móvil (de ultima generación, sin duda).

Los hábitos nos aprisionan en una sutil telaraña que vamos fabricando cada día sin darnos cuenta nosotros mismos. De semejante prisión sólo podemos liberarnos modificando nuestras costumbres. Aprendamos a disfrutar de aquello que nos complace y encima nos resulta más beneficioso. Dediquemos más tiempo a quienes apreciamos. Consumamos con menor compulsión. Frecuentemos los entornos naturales. Pongamos en su sitio a la realidad virtual. Rehuyamos el turismo masificado. Comamos con más tino, sabedores de que nuestro sistema inmunológico es el mejor escudo contra cualquier infección.

En suma, cambiemos de costumbres a nuestra cuenta, simplemente con fuerza de voluntad. No necesitamos de ninguna otra instancia para mejorar nuestras vidas y hacer el mundo más habitable.

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