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Apretar los dientes

Viernes, 8 de marzo 2019, 00:05

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Cada vez que regresé de mis bajas maternales salí de mi casa llorando y llorando, sin consuelo, llegué a mi trabajo. No me esperaba ningún ... comité de bienvenida, ningún acto, ningún cartel, por supuesto. Solo un puesto, más debilitado que antes de irme, aunque sin duda un buen empleo, y una cierta suspicacia, perceptible, entre los colegas. Para mí quedaba el desgarro, casi animal, de dejar a mi cría. El tiempo de ausencia, que ya pesaba sobre la carrera profesional desde que se supo del embarazo, era después del permiso una especie de cruz invisible que te habían puesto, como una letra escarlata. 'Madre', o sea, poco de fiar. Todo ello, no enunciado y por eso más aplastante, obligaba a esconder, primero, la propia gestación, para desmentir 'avant la lettre' cualquier reproche y después los efectos propios de la maternidad. Imposible faltar ni retrasarse por la enfermedad de un hijo. Había que buscar citas pediátricas, ginecológicas, etc., fuera del horario laboral que, en nuestro caso, era interminable e incluía fines de semana y fiestas de guardar. Una vez se me ocurrió lamentarme y obtuve una respuesta contundente de mi jefe: «Pues mi mujer está en mi casa con mis hijos». Daba igual que te partieras el lomo. No contabas ya, en realidad, como profesional solvente. Por supuesto, cobrando menos por el mismo trabajo y sometida a un constante 'mansplaining' por los compañeros hombres, que además de esforzarse mucho por hacerte sentir el maldito 'síndrome del impostor', no tenían ningún empacho en abandonar el curro para, por ejemplo, atender al técnico del calentador en su casa.

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