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Verónica Zumalacárregui tenía 25 años y una experiencia periodística amplia para su juventud cuando se le ocurrió mezclar en una serie de televisión tres cosas ... que amaba: periodismo, viajes y gastronomía. Así nació 'Me voy a comer el mundo', que toma de la mano al espectador y lo lleva a mercados, puestos callejeros y restaurantes, incluso a cocinar y comer en casas de familias de los países que visita. La frescura de la propuesta y del personaje creado por esta madrileña nacida en 1988 ha llevado a que el formato se emita en España (Canal Cocina y TVE), Portugal, EE UU y en 25 países de Latinoamérica. Tras grabar en más de 45 destinos, recibir en Hollywood el Premio Best Food Travel Series por 'Abuelita linda' (secuela ambientada en México), y publicar su primer libro, 'La vuelta al mundo en 15 mujeres', ha estrenado con Rafael Ansón 'Dos miradas' en Canal Cocina. La semana pasada asistió en Asturias al congreso FéminAS, donde se hizo esta entrevista.
–¿Cómo surgió 'Me voy a comer el mundo'?
–Yo era reportera de programas de actualidad, pero mi pasión era viajar y comer donde iba. Siempre he viajado haciendo autostop y durmiendo en casas de gente, desde muy joven. En un viaje a Vietnam vi a alguien comiendo algo que no reconocía; me acerqué a preguntar y me ofreció un trocito. Reconozco que lo escupí detrás de un árbol. Era hígado de pato fermentado y estaba horrible, pero me dio la idea de extrapolar a la televisión esas experiencias y llevar al espectador de viaje a través de la gastronomía.
–Era joven para producir un programa.
–Es un formato humilde. Yo hago la producción; la selección de contenidos, protagonistas y lugares, y al rodaje vamos tres, o, últimamente, cuatro personas.
–En la serie crea un personaje. ¿Qué quiere transmitir esa Verónica?
–Es un personaje naif a veces, pero ya hay muchos programas de gastronomía, y yo quería huir de la posición de autoridad. No me gusta adoctrinar. Lo que busco es empatizar con el espectador y que viaje a través de la televisión. Alguien que vive en España no tiene por qué conocer el tamarindo. Yo quiero que sea como si todos probáramos ese alimento por primera vez. Invito a la gente a que conozca conmigo la realidad gastronómica y cultural de un país, porque gastronomía es cultura. 'Me voy a comer el mundo' es una excusa para adentrarte en otras culturas.
–Un elemento diferencial es entrar en las casas y abrir las neveras de la gente.
–Una clave del programa es que los protagonistas sean personas locales que hablan español. Ese fue para mí el gran reto, porque al público español no le gustan los subtítulos y no quería doblar. Conseguir un coreano que hable español y te abra las puertas de su casa es único. En algunos países ha sido verdaderamente difícil, pero entrar en las casas no solamente nos permite ver cómo cocinan o comen esas personas, sino cómo tienen distribuido el espacio, sus costumbres, sus rituales. En Vietnam, por ejemplo, tenían un santuario con fotos de sus antepasados y los honraban poniéndoles comida. En cuanto a abrir la nevera, es algo que he hecho desde siempre porque me gustaba ver qué comía y cómo comía la gente. La nevera retrata muy bien la dieta.
–Le ha tocado probar comidas muy difíciles. ¿Lo hace en directo?
–Sí, y ha habido experiencias terribles. Tuve que escupir un escorpión que probé en el callejón de Wangfujing, en Pekín. Sabía a cloaca.
–También lo pasó mal cuando le sirvieron carne de perro en Corea.
–Me enfrenté a un dilema moral. Y aprendí que la clave de viajar es no juzgar. La mayor lección de haber hecho este programa es liberarme de prejuicios y darle una oportunidad a todo. Cuando tuve que probar carne de perro, el coreano me dijo: «Es como si en tu país me sirves conejo. En Corea el conejo es una mascota. Para mí es impensable comerlo. Este perro no era un animal doméstico. Se crió con el propósito de consumir su carne». Ahí entendí que había que superar los prejuicios, y de ese ejercicio de apertura surgió el libro 'La vuelta al mundo en 15 mujeres', donde la gastronomía no es el tema principal aunque esté latente, porque las protagonistas son mujeres que he conocido en estos viajes. Una de las entrevistas es con la chef colombiana Leo Espinosa –recién proclamada Mejor Chef Mujer del Mundo por The World's 50 Best–. Pero lo que hago es hablar con cada una de ellas sobre distintos temas que vemos de forma distinta en su cultura y en la nuestra. La igualdad, el amor, el sexo, la religión, la homosexualidad, el hogar...
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–¿Ayuda la comida a conectar o a romper barreras frente a lo diferente?
–Para mí la cocina es una gran forma de conectar con la cultura de un país. La comida nos une y es lo que me ha permitido acercarme a gente muy distinta a mí. Ha sido un vínculo con gente de todo el mundo, porque al final todo el mundo se reúne en torno a una mesa, todo el mundo disfruta comiendo en compañía, y la comida revela la cultura de una comunidad. La nevera es una radiografía de la nutrición, y los mercados son de las primeras cosas que hay que visitar en una ciudad, seas foodie o no, porque allí puedes descubrir un montón de cosas acerca de la sociología de un país. Cuando vas a un mercado ya te das cuenta de si es gente madrugadora o nocturna; sociable o cerrada. Si el país es caro o barato, si comen carne o más pescado, si comen verdura...
–¿La obsesión por la gastronomía de esta parte del mundo se entiende en otras?
–Obviamente, nosotros somos afortunados, y muchas veces lo que nos metemos entre pecho y espalda, uno se pone a reflexionar si deberíamos hacerlo... En la India, por ejemplo, en la casa que visitamos nos llamó la atención la frugalidad de la comida. Normalmente donde vamos intentan agasajarnos, y ellos también. No era una familia pobre, sino de clase media.
–¿Cómo sobrevive al desorden de horarios y comidas?
–Hemos llegado a hacer 22 países en un año, regresando a Madrid para producir. Sufres jet lag constante, y el primer año engordé, porque no estaba acostumbrada a comer ocho veces al día y tener tanta comida rica alrededor. Ahora lo tengo muy estudiado y como lo justo para grabar. Además, viajo con una bolsa repleta de infusiones, entre las que no faltan las digestivas. Y llevo una colchoneta de yoga finita para practicar ashtanga y poder tener una especie de rutina esté donde esté.
–¿Y si abrimos su nevera?
–Siempre hay fruta y verdura, porque hago tantas comidas fuera, que en casa el cuerpo me pide compensar con algo verde. Y confieso que tampoco falta chocolate negro. ¡Soy muuuy golosa!
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