Durante siglos, la transmisión del saber culinario se hizo de manera ritual. El rito se basa en la repetición ceremonial de gestos. Si tu madre ... inyectaba vino al pavo navideño o freía una piel de limón en el aceite que luego usaría en la masa de las rosquillas, te enseñaba a hacerlo sin más explicaciones, posiblemente porque así lo había aprendido.
La intención era que las recetas se perpetuaran, que los sabores fueran reconocibles y cincelaran nuestra memoria. Ya se encargaría la magia de la mano, una pequeña licencia, un hallazgo fortuito, la disponibilidad o no de ingredientes y la innovación tecnológica, de hacer que los platos evolucionaran.
Las recetas de un mismo tiempo y zona solían ser muy parecidas, y respondían a estándares, motivo por el cual el toque secreto que daba a la masa de empanada de una cocinera aquella ligereza incomparable era un secreto tan preciado que, de no encontrar la depositaria adecuada, terminaría en la tumba.
La gran revolución de la cocina en el último tercio del siglo XX y hasta nuestros días fue la voluntad de crear, llevada a su máximo desarrollo por Ferran Adrià. En su caso, llegar a una conclusión por un camino propio y no transitado antes era en parte un juego y en gran medida el resultado de un estudio profundo de los porqués del proceso anterior.
Hoy, la creatividad se reduce a una práctica manida, la de la 'reinterpretación'. Reinterpretar es un verbo con poco sentido, porque, con una vuelta menos, interpretar ya supone hacer una composición o una construcción personal, subjetiva. Reinterpretar es demasiado a menudo usurpar el nombre de un plato para hacer otra cosa. «Yo reinterpreto el potaje de bacalao cambiando los garbanzos por guisantes y cocinando un lomo de bacalao sobre el sofrito sin caldo».
Vale, pues has inventado el pisto con bacalao y guisantes. Felicidades, pero, por favor, primero prueba, medita, mira el plato siquiera.
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