En un mundo global como el que vivimos, los platos tradicionales adquieren valor más allá de que se cocinen mucho o poco. Construyen nuestra identidad ... y nos distinguen del vecino. Incluso si la diferencia con la versión del pueblo de al lado se limita a un ingrediente, un paso del procedimiento o a algo tan arbitrario como el nombre, lo de aquí es exclusivo y de toda la vida. Los paisanos nos sentimos orgullosos de haber nacido donde nacimos y de comer ese plato. A falta de otros reclamos turísticos, se puede promover la fiesta popular correspondiente. Algunas recetas hasta dan pie a solicitudes de inclusión en catálogos de patrimonio y declaraciones de interés turístico.
Reivindicar la propia idiosincrasia es una estrategia de supervivencia cultural en un mundo que galopa hacia la uniformidad. Las culturas son riqueza, pero al imponer a la herencia que nos define una frontera espacial (municipio, comunidad, país) o temporal, no estamos haciendo sino empequeñecer y falsear ese patrimonio.
Los de esta parte insignificante del mundo somos hijos del Mediterráneo, un mar interior cuyos pueblos se han mezclado emigrando, comerciando, guerreando, construyendo el paisaje de cada centímetro cuadrado de tierra a lo largo de milenios. Cuando encuentras en otra orilla la misma fritura, el mismo pan, dulce, conserva o guiso de pescado que dejaste en tu tierra de origen, entiendes que el verdadero valor no es que el plato típico de mi pueblo se coma solo aquí (si así fuera), sino cuántas manos se han entrelazado para cocinarlo, a lo largo de cuántos siglos, llegadas de qué lugares, movidas por qué necesidades, creencias, motivaciones, valores y preferencias. Porque todo lo demás es accidental y cambiante; la presentación, las ocasiones de consumo, los utensilios, las modas, los nombres. Cambiemos la mirada corta por la larga. Leamos, viajemos, veamos en la comida una excusa para conocernos.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión