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Vecinos limpiando el interior de un bar afectado por las lluvias. Foto: M. Stuber | Vídeo: Pedro J. Quero

Campanillas, un barrio lleno de agua: «mamá, me dan ganas de llorar»

Daniel Aranda, un vecino de 45 años, al que se le ha inundado su casa con la madre dentro: «Esto es mucho peor que las inundaciones del 89»

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Sábado, 25 de enero 2020, 11:08

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Saliendo de Málaga, entre el Parque Tecnológico y la empresa cárnica Famadesa, se encuentra la frontera del destrozo. En la medida que uno se va acercando a Campanillas por la A-45, el cielo cambia de un gris oscuro a un negro amenazante y la lluvia impacta con intensidad contra la luna delantera del coche. Los campos que rodean la carretera que dan acceso a esta barriada malagueña están inundados. En algunas partes, el agua se acerca peligrosamente al asfalto. La entrada a Campanillas se realiza por una gran rotonda. Dos coches de la Policía Local de Málaga custodian la circulación y un agente en chubasquero invita a los pocos que van llegando a dar la vuelta: «La calle principal está cortada. Por ahí es imposible pasar».

En Campanillas quedan este sábado pocos puntos en los que aparcar un vehículo con ciertas garantías para su integridad. El distrito 9, así está fijado en el mapa municipal, es ahora mismo el epicentro de Gloria. El nombre con el que se ha bautizado la borrasca que lleva atizando al país suena a burla si se atiende a los hechos. Llueve desde la media noche, pero desde las cuatro de la madrugada se está haciendo historia trágica. A esa hora la lluvia empieza a dibujar el estado de excepción.

Vídeo. tareas de limpieza en el Bar Capricho de Campanillas, inundado por las últimas lluvias M. Stuber

El río Campanillas pasa por debajo de la calle José Calderón, que es la avenida principal que cruza el distrito de punta a punta. Lo que normalmente es un cauce tranquilo, hoy es un torbellino de agua marrón que se va abriendo paso con violencia. El desborde, eso se sabe más tarde, se produce por encima de la comisaría de la Policía Local. El alcantarillado tampoco puede cumplir con su función. Al revés. Empachado de tanta agua, lo único que hace es escupir un liquido viscoso a la superficie.

Adentrándose unos cien metros por la calle José Calderón, aparecen las pruebas manifiestas del desastre. Contenedores de basura volcados como si fueran un juguete. Varios coches, que han sido arrastrados por la riada, aparecen encajados en el primer obstáculo que se les ha puesto por el camino. A veces es una señal de tráfico y a veces es una rotonda o una fuente. Numerosos ciclomotores tirados por la carretera y el único destino que les espera es el siniestro total.

Los pitidos de dos excavadoras avisan de que ya se está trabajando con maquinaría pesada. Las grúas de las aseguradoras no dan a basto. Por si fuera poco, la gruesa capa de barro que cubre todo el acerado de Campanillas dificulta la marcha. Algunas zapatillas se han quedado sin dueño. Ahora mismo, es lo de menos.

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Daniel Aranda es uno de los muchos vecinos a los que le delatan las ojeras. La noche ha sido corta y el día que le espera es largo. Su casa, una planta baja que comparte con su madre de 84 años, empezó a inundarse sobre las tres de la mañana. Mientras contempla incrédulo como la madera del sofá se está hinchando por la culpa del agua, hace un esfuerzo por resumir lo ocurrido: «Empezó a llover cada vez más fuerte, hasta que el agua llegó hasta aquí», dice y al mismo tiempo señala la fachada, a la altura de sus rodillas. «Yo soy vecino de Campanillas de toda la vida y algo así no lo hemos tenido jamás. Esto es mucho peor que las inundaciones el 89», sentencia y apunta directamente a la supuesta dejadez de las instituciones.

«El río Campanillas lleva sin limpiarse desde hace siglos. Está lleno de broza y, claro, cuando llueve un poco más de la cuenta, mira lo que pasa», se lamenta, José Manuel Aranda, un familiar que acaba de llegar para ofrecer ayuda, ratifica la hipótesis y mueve la cabeza de forma alterada: «El problema es que el agua no tiene hacia donde ir».

Vídeo. Una joven muestra cómo la riada se ha llevado su coche esta noche en Campanillas. Pedro J. Quero

La crónica del desastre se escribe a cada paso. En la entrada de una casa hay una mujer llorando y en la otra también. El Bar Capricho, un establecimiento muy frecuentado para los desayunos, hoy no sirve tostadas. Sus dueños, Antonio Barrena y María Cornejo, llevan varias horas achicando agua. Manguera en mano, tratan de despejar el suelo del barro. El agua, explica Antonio, le llegó hasta las rodillas. «Nunca hemos vividos una cosa así. Esto es una ruina», explica y se disculpa por la voz entrecortada. No es el único vecino al que le cuesta hablar. Muchos sienten que todo lo que se han labrado a lo largo de años, se ha evaporado en horas.

Uno de ellos también es Joaquín Gómez, el dueño de la panadería Majallana. A sus dos coches que le han bailado como canicas, tiene que sumarle el destrozo de una de sus naves. El agua derribó un muro de contención de 16 metros y a partir de aquí entró en su propiedad: «El agua llegó a una altura de 1,20 metros. No tengo palabras para el daño que ha hecho».

Vídeo. Una joven cuenta cómo su coche ha quedado atrapado en el agua

La fuerza de la riada se constata a las puertas de la oficina que tiene el banco Santander en este distrito. Varios coches han sido arrastrados por la fuerza del agua hacia su interior. Las imágenes dan buena fe de cómo el agua convierte un objeto pesado en una pluma. María Calmaestra es una adolescente que ha salido a la calle y ahora narra las escenas a su madre por el móvil. «Esto está fatal, mamá. Me dan ganas de llorar». El estado de ánimo en Campanillas se parece al color del cielo: negro. La fuerza del agua también ha derribado un muro lateral del colegio Francisco Quevedo. En la cancha de baloncesto, en lo que queda de ella, se puede jugar al waterpolo.

José Romero es un vecino mayor que acaba de superar los 80 años. Porta su sombrilla y admite que se ha desplazado hasta el epicentro de los hechos, llevado por la curiosidad de poder evaluar los daños con sus propios ojos. Con riadas, asegura, tiene experiencia. «Aquí ha habido unas cuantas. Me gusta el río, pero viendo esto a uno le entran las dudas», sentencia e invita a acabar la conversación. Nadie tiene muchas ganas de hablar hoy en Campanillas.

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