Borrar
Gabriel, Ángel y José Miguel ultiman en la cocina el guiso de lentejas que toca para comer.
Ganarse otra oportunidad

Ganarse otra oportunidad

Así hacen el tránsito de la calle a la vida normalizada Gabriel, José Miguel y Ángel

Ana Pérez-Bryan

Domingo, 28 de junio 2015, 00:41

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

A veces no hacen falta grandes dramas para verse en una de ésas. Bastan dos o tres golpes de mala suerte, inoportunos y encadenados, para que la vida haga zas. En toda la boca. «Nos puede pasar a ti o a mí». La reflexión se anuda en el estómago y se deja caer ahí, en medio del luminoso y modesto salón en el que Ángel y Gabriel esperan a su nuevo compañero de piso. Fernando, el tercero del grupo, no está porque tiene «la suerte» de estar trabajando como mozo de almacén. Todo está reluciente. Limpieza cotidiana, de las de verdad, nada de ésas que se improvisan para quedar bien delante de la visita. La lavadora está en marcha y huele a guiso de lentejas. El detalle, al filo de las dos de la tarde, sabe a gloria, más aún si no se alcanza a recordar cuándo fue la última vez que se comió caliente y, además, bajo techo propio. José Miguel, el nuevo, acaba de estrenar ese momento y ya saborea por adelantado. Viene del albergue municipal y sus cosas caben en apenas dos macutos y un carro. Su historia es la de esos dos o tres golpes de mala suerte, pero ahora está a punto de reconciliarse con la idea de que las segundas oportunidades sí existen. La suya corre ya ligada a las de Gabriel, Ángel y Fernando, todos de mediana edad, que se recomponen de las heridas del camino en un piso de acogida que la asociación Arrabal gestiona con el Ayuntamiento de Málaga en el corazón de La Palma-Palmilla y que representa el punto intermedio e imprescindible entre la vida en la calle y la vida normalizada. Con todo lo que eso implica.

Ahí aprenden a recuperar todo lo que arrebata la interperie, desde detalles elementales como el aseo personal y la imagen a asuntos más complejos como la administración de un presupuesto doméstico. Todo se mide al milímetro, y en este juego de equilibrios hacen un papel fundamental Beatriz Peláez y Esther Gaona, las técnicos de la asociación que tutelan a los inquilinos y los ayudan a gestionar(se) en el sentido más amplio de la palabra. Por ejemplo en la búsqueda de un empleo. «Ellas son las jefas». Lo dice con una enorme sonrisa y un acento muy marcado Gabriel, de 56 años, un tipo bonachón que hace cuatro dejó atrás su Rumanía natal, su oficio de electricista y a sus cuatro hijos para buscarse las habichuelas en España. O las aceitunas negras, porque eso fue lo primero que encontró para recoger a pie de cultivo. Luego vinieron las cebollas, los melones, los tomates... y los problemas.

De la calle no se habla

De los motivos que llevaron a cada uno de ellos a la calle apenas se habla. Al fin y al cabo los tres luchan por dejar eso atrás. Por delante, por ejemplo, el reecuentro que ya prepara Gabriel con una de sus hijas, que acabó en Almonte y con la que espera reunirse a final de mes. Mientras llega el día, dedica todo su tiempo y esfuerzo a buscar un empleo y a reciclarse «porque la semana pasada ya se me terminó el trabajo que tenía, que estaba en la playa». «¡Qué calor se pasa, con lo bien que se trabaja en invierno!», bromea mientras apura el cigarrillo que por supuesto se fuma fuera de casa. Las normas son claras y entre el amplio catálogo de límites, además del tabaco en la calle o en la terraza, destacan otros dos: «Ni visitas que no estén previamente consensuadas ni alcohol. Esto último es motivo de expulsión», acota rápidamente Beatriz con un rictus serio que sin embargo se diluye cuando confirma que «por ahora, con ellos no hay ningún problema». Los requisitos para no tenerlos son de puro sentido común: respetar la convivencia y, sobre todo, demostrar a diario que se está en la disposición de cambio, por ejemplo trabajando «o en la búsqueda activa de empleo», añade Esther. Sólo así podrán ganarse la independencia, salir del piso al suyo propio y dejar paso al siguiente. Así funcionan las cosas.

Ángel se suma a la conversación justo en ese momento. Es un tipo fuerte, con un punto de melancolía en su rostro y más joven en apariencia que los 44 años que le caen por DNI. Acaba de darle el último toque de fuego lento a las lentejas que hacen chup chup en la cocina y hasta el último momento se ha estado pensando si aparecer o no en el reportaje. Si hacerlo de espaldas y con un nombre simulado. «Pon que me llamo Miguel», pide al principio. «Es que después la gente te marca cuando descubre tu historia», lamenta. La suya tiene origen en Los Barrios (Cádiz), donde espera no volver «por los problemas con la familia». No entra en ellos, pero sí habla de un punto de no retorno que lo llevó a la cárcel durante 14 años. Su caso es excepcional por su condición de expresidiario normalmente el programa atiende a personas sin hogar, pero sus ganas de salir adelante le permitieron recalar en el piso hace justo 16 meses. Antes, estuvo en una vivienda de reinserción en La Línea y en otra en Fuengirola. «Es para gente que está en la misma situación en la que estaba yo», dice Ángel subrayando la condición pasada del estaba. Es más, ahora colabora como voluntario con ellos los fines de semana y su experiencia le sirve a otros. También lo hace con Proyecto Hombre. «Y ahora estoy trabajando en Ikea, descargando cajas», dice con satisfacción, porque existe la posibilidad de que el empleo le aporte la estabilidad que tanto busca. «He hecho de todo, yo soy jardinero, pero también he trabajado en Limasa y he hecho prácticas para trabajar en una cocina», añade. De todo eso, se queda con lo último: «He descubierto que me encanta».

«Pues si quieres clases de cocina, yo te ayudo». Es José Miguel, el nuevo, el que se dirige a su recién estrenado compañero de piso. Ha estado en silencio casi todo el rato. Quizás demasiadas novedades para un solo día, pero el comentario de Ángel parece que le ha tocado el resorte. De hecho, en su vida anterior, la de antes de los problemas, las estrecheces y finalmente la calle y el albergue municipal, fue cocinero y camarero. «He estado 20 años trabajando de eso. Me manejo bien», aclara este gaditano que además de afición comparte origen con Ángel. «Cuando mis jefes me engañaron, salí de Cádiz en bici y con dos maletas, y pedaleando llegué a Tarifa. Y he acabado aquí», resume muy rápido José Miguel con la miada fija en el suelo. Aún tiene que adaptarse, pero no finge que está agradecido. El momento más emotivo quizás, entrar en su habitación. SU-HABITACIÓN. Allí lo esperan sus dos macutos y el carro. También cama con colchón a estrenar, un armario propio o una nevera con alimentos frescos. El calor de un hogar diferente y la certeza, en fin, de que las segundas oportunidades sí existen.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios