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Los italianos suelen utilizar un rico lenguaje gestual, en el que las manos desempeñan un papel fundamental. Más de una vez he asistido a encuentros entre historiadores españoles e italianos, alternándose en la tribuna. Algunos de los primeros daban la sensación de haber sido afectados por una parálisis temporal, por contraste con la dinámica incansable de sus colegas transalpinos.

Uno de estos gestos es difícil de contar. Requiere juntar cuatro dedos, envolver al pulgar, casi en un puño, y agitarlos nerviosamente hacia arriba para enfatizar una afirmación. Si el semipuño está inmóvil y hacia abajo, se trata de un italiano muerto, porque de encontrarse vivo, lo estaría poniendo en movimiento al hablar.

Lo recordé esta semana al contemplar el cara a cara de Enrico Letta y Giorgia Meloni. El profesor del Partido Democrático era un italiano muerto. Miraba a la cámara como si estuviera dictando una clase, y además aburrida. Por su parte, la Meloni actuaba y gesticulaba, especialmente con la cara y las manos, que se volvían como arietes hacia su adversario para subrayar las discrepancias, mientras una mirada de acero se dirigía hacia el espectador. A distancia de casi treinta años, era la segunda parte de otro cara a cara decisivo, que selló la derrota del centro-izquierda frente al recién llegado Berlusconi en atildado demagogo envuelto en azul, de seguridad y esperanza, mientras su rival Achille Occhetto, del exPCI, exhibía un horroroso traje marrón, propio de un funcionario de la Internacional Comunista.

La política de imagen no ha sido el único factor que explica los siete puntos que ha sacado a Letta la líder de Fratelli d'Italia, unos posfascistas que siguen exhibiendo la 'fiamma' y su fundador La Russa el saludo romano, frente a los herederos de Enrico Berlinguer y de Aldo Moro. Asistimos a una eterna pugna que recuerda la escena final de 'Novecento', donde Depardieu y De Niro seguían enzarzados en un enfrentamiento que desde 1948 gana siempre la derecha.

Había, claro, razones más profundas, pero el hecho es que la amiga de Vox supo encarnar, en palabras y en imágenes, una reacción que ya funcionó en los años 20, de afirmación identitaria y expresión de malestar social. El espectacular paso del 4,4% en 2018 al 26% refleja una mutación sociológica y política del electorado, tras la actitud de rechazo populista de lo establecido, base de la victoria del Movimiento 5 Estrellas de hace cuatro años. Una mutación bien grave.

El Partido Democrático acaba así, en descenso, su trayectoria histórica. Es el viejo perdedor de la canción de Ana Belén. Desde una procedencia ambivalente hasta los años 60 -entre comunismo y democracia- supo luego  impulsar una política de democratización en todos los niveles de la vida social y política, que si no se nota en Roma sí lo hace en su gestión de Bolonia. Supo ser el único bastión frente al berlusconismo, llevar a dos grandes demócratas -Napolitano y Mattarella- a la presidencia de la República, con ejecutorias difíciles e intachables, y últimamente ser el eje del Gobierno de unidad nacional, Salvini incluido. Gobierno que, dirigido por Mario Draghi, ha logrado la cuadratura del círculo de atravesar la crisis pandémica con una innegable recuperación económica y defensa de los derechos sociales. Amén de posicionarse sin reservas al lado de Ucrania. Por añadidura, ágil, según probó su contrato con Argelia para el gas.

No les ha valido de nada, ni a los demócratas, ni a Mario Draghi. Los electores han premiado a quienes se opusieron al buen gobierno: Meloni, convertida en heraldo del soberanismo frente a Europa, a pesar de lo que económicamente la UE aporta a Italia; Conte, que desde el Movimiento 5 Estrellas dinamitó el Ejecutivo Draghi. Incluso partidos tan derechistas como la Lega de Salvini y la berlusconiana Forza Italia han sido sancionados por integrarse en un frente nacional de racionalización económica.

Por contraste, han salido bien los 'rompiscatole' -más fino que rompehuevos- Calenda y Renzi, con sus proyectos personalistas de hermanos enemigos, coaligados solo por oposición a los demócratas. El frente de la derecha -nada de centro-derecha- ha sabido articularse para imponerse al mosaico del «todos contra el Partido Democrático» del centro y la izquierda.

Hay que reconocerlo, pero no hay que resignarse. A Italia como tercer pilar de la UE sucede la Italia del «soberanismo», del antieuropeísmo enmascarado, unido fraternalmente al húngaro Orban. Giorgia Meloni la personifica con brillantez. También casi oculto tendrá lugar el cambio en la política sobre Ucrania, en sentido prorruso: no en vano Putin solo quiso poner en Kiev a «gente per bene» (dijo Berlusconi en el programa de máxima audiencia 'Porta a porta').

La inmigración ha de servir de chivo expiatorio para la restricción de derechos prevista por Salvini, futuro ministro del Interior. Y en cuanto al régimen, giro radical hacia el presidencialismo, como Marine Le Pen (y si eso no es posible, fuera Mattarella, permitiendo que el Gran Corruptor pueda decirles a sus nietecitos que es presidente de la República).

Giro decisivo en Italia, cuesta abajo en Europa de signo ultra. Una amenaza a la que es preciso oponerse también aquí, desde el centro-izquierda, y no con populismos.

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