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Ramos celebra su gol.
La pradera de San Sergio
fútbol

La pradera de San Sergio

Los aficionados madridistas se aferraron a Casillas, que falló, pero elevaron a los altares a Ramos, el último ídolo de la parroquia blanca.

Luismi Cámara

Sábado, 24 de mayo 2014, 23:49

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Madridistas, atléticos. Merengues, colchoneros. Vikingos, indios. Vencedores y vencidos. Lágrimas de felicidad, desconsuelo irrefrenable. Extasiados y orgullosos.

Es el Real Madrid el que presume en su himno de que es «enemigo en la contienda, cuando pierde da la mano sin envidias ni rencores, como bueno y fiel hermano», pero fueron los aficionados colchoneros los que dieron otra vez un ejemplo de nobleza, de cómo abrazar a sus jugadores y convertirlos en gigantes con su hálito constante. En los pequeños momentos y en los más grandes. Y el de Lisboa era de los enormes, el derbi más histórico. Porque los de la ribera del Manzanares cerraron con un despertar brusco y con cierta injusticia de un sueño que, sin embargo, deja un espíritu henchido, una realidad triunfadora y un nuevo futuro de equipo grande en Europa aferrado a un carácter de unos hombres que, como dice el canto escrito por José Aguilar Granados y Ángel Curras García, ése que cantaron todos los rojiblancos aún cuando iban 4-1 abajo, «luchan como hermanos defendiendo su colores, en un juego noble y sano derrochando coraje y corazón».

Pero el partido comenzó horas antes para las dos aficiones en una Lisboa que se transformó por un día en un pequeño Madrid. La capital portuguesa amaneció cañí, chulapa, castiza. Con un ambiente sano, sin apenas incidentes entre dos hinchadas que se mezclaron y hermanaron en la fiesta del fútbol. La esperada llegada de unos 120.000 incondicionales de ambos equipos había puesto en alerta a las autoridades lisboetas, que prepararon un dispositivo policial compuesto por más de un millar de agentes que apenas tuvo que actuar.

De hecho, el kilómetro y medio que separaba la plaza Don Pedro IV, en donde se encontraba la Fan Zone merengue, del parque Eduardo VII, territorio atlético, se transformó en una espontánea Gran Vía, en cruce de caminos del buen rollo de forofos de ambos lados -y algún que otro despistado hincha del Bayern de Múnich, que había reservado su entrada y su hotel confiado de que los de Guardiola jugarían de nuevo el último partido de la Liga de Campeones-, sin apenas rifirrafes.

Ya en el escenario de la gran final, el Estadio da Luz se convirtió en un pequeña porción de Madrid, en una improvisada pradera de San Isidro, pero repleta de feligreses divididos entre el blanco impoluto y las rayas rojas en la pechera, con el santo velando por todos pero sin poder tomar parte por ninguno de los dos contendientes. Es lo que tienes ser el patrón de todos. En la alegría va incluida la pena.

En vistas de que nada se podía fiar al imparcial santo, cada hinchada destinó sus oraciones a los propios y exclusivos. Los merengues confiaron en San Iker, adalid blanco y el único superviviente de los obradores de la octava y la novena. Casillas falló con estrépito en el gol de Godín y los rezos se acallaron mientras se elevaron los gritos del rival. Pero los blancos descubrieron en la agonía la luz y elevaron a los altares al héroe de Múnich, al comandante Sergio Ramos, el buen samaritano de Camas que salvó del escarnio público a su amigo mostoleño, que le pagó dejándole levantar la orejona. El defensa se ganó de paso el eterno agradecimiento de su jefe y nuevo parroquiano, Florentino Pérez, que liberó toda su tensión con el gol del andaluz, como un aficionado más, cuando se veía inmerso en otra pesadilla. Lo demás, con las lágrimas de agradecimiento de San Iker a los suyos por medio, es historia.

Mientras, los del Calderón invocaron a una el nombre de su santo, de San Luis, Luis Aragonés, presente hasta en el bordado de las camisetas rojiblancas, y de su profeta, Cholo Simeone, con la ilusión de que les ayudara en la consecución de su primera orejona. El Zapatones uno de aquellos que hicieron soñar a la parroquia del Calderón cuarenta años atrás, estuvo muy presente, mientras que aquellos que ni siquiera habían nacido cuando el Bayern les robó el sueño, intentaban cumplir a rajatabla otra vez con el mandato del Sabio de Hortaleza: «Las finales no se juegan, se ganan». No pudo ser, pero los colchoneros se quedaron más que orgullosos de los suyos porque, como cantaba Sabina, qué manera de subir y bajar de las nubes.¡Qué viva mi Atleti de Madrid!».

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