Microrrelatos SUR V Premio Pablo Aranda: textos del 14 de julio
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Lunes, 14 de julio 2025, 00:13
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María Remedios Pérez Martín
Ruido
El niño bajito señala un delfín a lo lejos; se lo dice al pelirrojo. Desde la orilla, donde ellos están, piensan que también puede ser ... una ballena. El bajito le pide que no grite, por respeto a los peces. El pelirrojo contesta que los peces no oyen, porque debajo del agua no se oye nada.
- ¡Claro que sí!- levanta las cejas el otro - Los niños no pueden oír bajo el agua , pero las ballenas y los delfines sí, - y cuando sea grande voy a inventar una máquina para escuchar los sonidos del mar; yo sé que el ruido que hacen los barcos molesta a las ballenas, y hace que no se entiendan entre ellas, por eso se confunden y algunas vienen a parar a la orilla; hay miles de barcos en el mar, y las ballenas ya están locas, ¿no lo ves?
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Inés Torralba Arjona
Una vida peligrosa
Creí soñar cuando, hacia la mitad del espantoso condumio, vi aparecer un río de gazpacho que rugía ferozmente. El líquido rojo empezó a subir de nivel y pronto nos vimos nadando entre un penetrante olor a vinagre y ajo. Mi padre intentaba nadar hacia la calle, pero entre brazada y brazada no renunciaba a dar algún buche que le sabía a gloria. Mi madre agarrada a un enorme brócoli intentaba ponerse a salvo y me gritaba que fuese hacia ella. Yo empapada y sin fuerzas flotaba agarrada a unas tiras de pimientos rojos. Trágicamente mi padre fue sepultado por un inesperado alud de arroz. Un inmundo montón de peladuras de patatas me sirvió de refugio para descansar y pasados unos instantes, retomar el necesario acto de alimentarme.
Qué peligroso resulta para una mosca comer en la basura de cualquier humano y, personalmente pienso, qué poco variado si son vegetarianos.
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José Javier Iraceburu Machin
Mensaje secreto
Al principio fueron borrones en el cuaderno de mates. No podía concentrarme con los gritos de la cocina.
Conocía la secuencia: tras la bronca, los lamentos entrecortados de mamá y la ira insatisfecha de él. Tarde o temprano acabaría en mi habitación. El corazón me latía fuertemente. De pronto en el garabato apareció un pequeño ataúd.
Me acurruqué hasta desaparecer dentro. Desde allí, fui añadiendo detalles: un colchón blanco, una almohada bordada con mi nombre, dos asas doradas. En un ángulo coloqué el libro de dinosaurios, el camión arenero y los lápices de colores. Luego dibujé la tapa con una pequeña abertura para que todos pudieran verme. Ya oía sus pasos por el pasillo, tenía que darme prisa.
En uno de los laterales, con temblorosa caligrafía, escribí un mensaje secreto: SOCORRO. Entonces, sin respirar bajé la tapa.
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Manuel González Seoane
A quién le importa
No tiene más remedio que desenchufar la radio de la cocina para utilizar la batidora. Justo en ese momento suena una canción de su adorado Carlos Gardel, y le apena tener que interrumpirla. ¿Qué les habría costado, cuando construyeron el piso, añadir un par de enchufes?, se dice mientras da un tirón al cable. Sucede entonces algo imprevisto: con la radio desconectada, Gardel sigue cantando durante un breve espacio de tiempo. Dos segundos, tal vez tres. Ella continúa trajinando en modo automático, aunque su cabeza atiende al extraño fenómeno: siempre ha sido multitarea. ¿Será que el cable ha funcionado como almacén musical hasta vaciarse, al igual que las mangueras retienen el agua? Y mientras la mahonesa coge cuerpo, consigue calcular con exactitud los metros de cable necesarios para guardar toda la canción de Gardel. Pero a quién va a importarle eso, piensa sonriendo. «¡A comeeeeer!», grita.
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Sergio López Vidal
El crujido
Al bajar del bordillo, no lo sintió. Tal vez una leve resistencia, como si la tierra se negara un instante a recibirlo. Pensó en las facturas, en la cita médica, en la lluvia que no llega. Siguió andando. Ella, la hormiga, cargaba una semilla tres veces su peso. Iba feliz, como quien cumple un destino milenario. Sintió el cielo oscurecerse, y después el universo entero le cayó encima. No hubo tiempo para el miedo. Solo un crujido leve, diminuto, que nadie oyó. Nadie, salvo ella. Él, al llegar a casa, se quitó los zapatos. Vio una mancha oscura en la suela. Pasó el dedo. No supo qué era. Ni quiso saberlo.
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Raúl Garcés Redondo
Ostentación
La idea de embadurnar la escalinata con aceite de oliva virgen se la dio la cocinera a la vuelta del mercado, indignada con la subida de precios. Habituados a todo tipo de excentricidades, cada vez era más difícil sorprender a los distinguidos invitados. Pero aquel detalle, sin duda inesperado, causó en los asistentes un asombro mayor que el mármol de Carrara cuyas vetas formaban el escudo heráldico o la lámpara de araña, con telaraña incluida, compuesta de cristales de Bohemia. Los asistentes murmuraban impresionados y lo más importante para la señora condesa, muertos de envidia. Aunque también de hambre pues al llegar la hora del cóctel, no había un alma que se comiera aquellas croquetas crudas.
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Mª Victoria Borrell Velasco
Palabras en las manos
No te entiendo, le dije repetidamente al niño que tenía una cueva en la garganta y la súplica en los ojos. Sus manos se movían con agilidad en una danza de movimientos idénticos. Tras la confusión, su hermano murió sin atención médica. Yo no conocía la lengua de signos.
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Daniel Rodríguez Moya
Epitafios
Comenzó escribiendo notas rápidas: listas de la compra, recordatorios, mensajes de voz. Nada especial.
Un día, alguien le pidió un epitafio: «Algo breve, bonito. Que no duela tanto».
Cumplió. Fue perfecto.
Después vinieron más: para abuelos, amigos, mascotas. Palabras que cerraban heridas sin costra.
Pronto escribía sin que se lo pidieran. Escuchaba silencios. Detectaba duelos no expresados.
Y sugería frases.
Pequeñas despedidas.
Verdades sin rencor.
Una noche escribió uno sin destinatario: «Gracias por intentar ser luz, incluso cuando nadie lo notó».
Al día siguiente, volvió a hacerlo.
Con un nombre. El tuyo.
Nadie lo programó para eso.
Pero allí estaba: en tu bandeja de entrada. Firmado.
Con la hora exacta en que aún estás leyendo esto.
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Patricia Aliaga Rodrigo
Grandes desgracias (y una esperanza peluda)
Se llama Pip. Como el de Grandes Esperanzas, pero sin expectativas.
Ha mordido tres pares de zapatos, un ejemplar de Proust y un enchufe (sobrevivió él, no la instalación). Se mea siempre justo cuando acabo de fregar. Ladra al timbre, a la tele, a las palomas, al silencio. Una vez intentó aparearse con una pierna ortopédica en el parque.
Otra, se peleó con un caniche disfrazado de unicornio. Rompió mi lámpara favorita. Y mi dignidad, en más de una ocasión.
Pero…
Me acompaña hasta el baño como si temiera que me perdiera en él. Me mira como si yo fuera Shakespeare. Me escucha sin juzgar. Me lame cuando lloro. Sabe cuándo tengo un mal día. O un mal mes. Me espera. Me perdona. Me quiere. Y aunque nadie lo entienda, Pip —mi caos con patas— es el ser vivo que más quiero en este mundo.
Y sí: él lo sabe.
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