Ni 100 ni 200 metros. Las grandes categorías olímpicas tal vez no las veamos este verano. Pero no hablo de eso, sino de los 70 ... metros cuadrados de mi casa. Mal contados porque para ser exactos son 67 metros. Esos a los que, tras una reformita, nos mudamos en septiembre pasado. Más cerca del cole. Una maravilla colgar la gorra de chófer y que los jóvenes de la tribu sean independientes. Todo iba bien hasta el arresto domiciliario colectivo que empezamos el viernes pasado. Los cinco. Sí, los cinco. Y menos mal que no tenemos perro o gato. Solo si usamos el cuarto baño como animal de compañía, digo, como habitación, tendríamos una estancia para cada uno. Pero ninguno se ha presentado voluntario a pasar el día en el baño, pese a que allí reside el preciado papel higiénico. Aunque ahora que lo pienso, el baño tiene una ventana muy bien orientada. Porque la casa no tiene terraza ni patio ni un balconcito de esos de poner la bombona de butano. Esas atalayas minúsculas siempre me han parecido un pequeño quiero y no puedo para esta Málaga soleada. Pero hoy los veo como un artículo de lujo en tiempos de cuarentena. Dios nos ha cerrado las puertas, pero menos mal que nos ha abierto las ventanas. Que estos días son miradores para sacar cabeza y respirar aire puro. Y por las noches, emocionantes palcos de platea que se llenan de aplausos a todos esos sanitarios que son los verdaderos héroes de nuestra película.
El coronavirus nos ha puesto a prueba como sociedad. Y nos está pegando fuerte. Pero también nos ha dado una oportunidad. De compartir horas con la familia. De mirarnos a la cara. De jugar un bingo para ver quién elige la película que vemos. De arremolinarnos en el sofá. De poner un estropajo en la mano de un adolescente, aunque con la otra no suelte el móvil. Mira cómo está la cosa que estoy pensando en aumentar la familia. Pero nada de 'baby boom' con esto del enclaustramiento forzoso, como decía el otro día en SUR Salva Reina. Estoy pensando en otro tipo de salida: compro perro.
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