Szymborska, la poeta que se burló de su Nobel
Escéptica y divertida, la autora polaca sobrevivió a una guerra para construir una obra despojada de grandilocuencia y narcisismo por la que recibió el premio de la Academia Sueca, que la desbordó pero nunca llegó a deslumbrarla
Ni siquiera cambió de casa después de ganar el Premio Nobel. Siguió viviendo en el mismo bloque desconchado, sin ascensor, de un suburbio de ... Cracovia, donde su familia había emigrado en 1931, cuando ella tenía ocho años. Wislawa Szymborska huía del protagonismo como de las palabras altisonantes, convencida de que el escepticismo y el sentido del humor, nunca el cinismo, debían cimentar su posición vital y literaria. Por eso comenzó su intervención en Estocolmo de la forma más sencilla pero irónica posible: «Se dice que en un discurso lo más difícil es siempre la primera frase. Pues ya la dije». Era 1996. El mundo había descubierto a una poeta de nombre impronunciable, una celebridad en su país pero una casi total desconocida fuera de las fronteras polacas. Aquella mujer de aspecto entrañable era capaz de desplegar un descaro insólito en los círculos intelectuales, de los que se burlaba como de sí misma, y aprovechó la atención mundial que le concedió el premio para reivindicar una expresión en desuso, «dos pequeñas palabras con potentes alas»: No sé.
A las invitaciones para viajar a otros países respondía: «Cuando sea más joven». No le gustaban las entrevistas, aunque disfrutaba interrogando a los periodistas sobre su vida personal mientras les ofrecía licores y chocolatinas: «Basta de hablar de mí. ¿De dónde eres?, ¿tienes hijos?». Prefería observar el mundo a ser observada. En su cruzada contra la grandilocuencia publicó 'Todo': «Palabra insolente y henchida de soberbia. / Debería escribirse entre comillas. / Finge que nada se le escapa, / que reúne, abraza, acoge y tiene. / Y sin embargo no es más / que un jirón de la vorágine». No había impostura en Szymborska, que nunca ocultó sus contradicciones. Adoraba a Woody Allen pero se enganchaba a telenovelas terribles, leía las obras más farragosas con la misma pasión con que devoraba manuales de jardinería o revistas para mujeres. Tímida y poliédrica, bromeaba con la cantidad de trabajo que acumulaba su secretario, a quien propuso que contratara a un ayudante, puesto al que se postuló ella misma.
Pero no siempre fue así. Los bombardeos de la invasión alemana marcaron sus primeros años, una guerra por la que conoció «el frío y el hambre» pero que también inspiró algunos de sus mejores poemas, como 'Fin y principio': «Alguien debe meterse / entre el barro, las cenizas, / los muelles de los sofás, / las astillas de cristal / y los trapos sangrientos». Militó en el comunismo soviético, adhesión en torno a la que escribió sus primeras obras, que luego nunca incluyó en antologías, alejada ya de un sistema que poco a poco había alimentado su desencanto. Antes no había podido terminar sus estudios de lengua y sociología por problemas económicos. La poesía centró su afiliación, especialmente después de la experiencia sufrida como miembro de la residencia para escritores donde las autoridades polacas alojaron a la mayoría de intelectuales que permanecieron en el país tras el conflicto, algo que facilitaba el control sobre sus trabajos y acciones, vigilancia contra la que Szymborska, casada desde 1948 con el poeta y traductor Adam Wlodek, no tardó en rebelarse.
A su debut literario, caracterizado por la ideología estalinista, le sucedieron poemarios ya libres, como 'Sal' o 'Mil alegrías', donde se aproxima a la metafísica desde la cotidianidad, volcando su ingenio y una extraordinaria capacidad de concreción y empatía: «Escucha / lo rápido que me late tu corazón». Entre los años sesenta y setenta se consolidó como poeta, sobre todo con la publicación de 'Si acaso'. Por entonces, ya divorciada de Wlodek, mantenía una relación con el escritor y guionista Kornel Filipowicz, que falleció en 1990. Szymborska le dedicó una emocionante y personal elegía titulada 'Un gato en un piso vacío': «Morir, eso no se le hace a un gato. / Porque qué puede hacer un gato / en un piso vacío. / Trepar por las paredes. / Restregarse entre los muebles. / Parece que nada ha cambiado / y, sin embargo, ha cambiado. / Que nada se ha movido, / pero está descolocado. / Y por la noche la lámpara ya no se enciende».
Sus siguientes obras, como 'El gran número' o 'Gente sobre el puente', le valieron algunos reconocimientos que, con perspectiva, resultan insignificantes en comparación con el Nobel concedido por la Academia Sueca. Comenzó así «la tragedia de Estocolmo», como solía referirse irónicamente al revuelo originado a su alrededor, que multiplicó el volumen de propuestas e invitaciones, un foco que la terminó abrumando aunque nunca la deslumbró. Aquel galardón descorchó las ediciones de sus libros en España, traducidos con mimo por Gerardo Beltrán, Abel Murcia, Ana María Moix o Elzbieta Bortkiewicz.
La muerte, de la que escribió que «no sabe encajar una broma», encontró a Szymborska en 2012. Los lectores de poesía, «dos de cada mil personas», según calculaba la autora de 'Aquí', todavía lamentan la ausencia de una de las escritoras menos narcisistas y más certeras del último siglo.
Wislawa Szymborska
Vietnam
Mujer, ¿cómo te llamas? —No sé.
¿Cuándo naciste, de dónde eres? —No sé.
¿Por qué has cavado una madriguera en la tierra? —No sé.
¿Desde cuándo te escondes aquí? —No sé.
¿Por qué me has mordido en el dedo anular? —No sé.
¿Sabes que no te haremos daño? —No sé.
¿De qué lado estás? —No sé.
Es la guerra, has de elegir. —No sé.
¿Existe todavía tu aldea? —No sé.
¿Estos son tus hijos? —Sí.
ABC
Ya nunca sabré
qué pensaba de mí A.
Si B. llegó a perdonarme de verdad.
Por qué C. aparentaba que no pasaba nada.
Qué papel jugó D. en el silencio de E.
Qué esperaba F., si es que esperaba.
Qué aparentaba G., a pesar de estar segura.
Qué quería ocultar H.
Qué quería añadir I.
Si el hecho de que yo estuviera a su lado
tuvo alguna importancia
para J. para K. y para el resto del alfabeto.
Vermeer
Mientras esa mujer del Rijksmuseum
con esa calma y concentración pintadas
siga vertiendo día tras día
la leche de la jarra al cuenco
no merecerá el mundo
el fin del mundo.
Fotografía del 11 de septiembre
Saltaron hacia abajo desde los pisos en llamas
uno, dos, todavía unos cuantos
más arriba, más abajo.
La fotografía los mantuvo con vida,
y ahora los conserva
sobre la tierra, hacia la tierra.
Todos siguen siendo un todo
con un rostro individual
y con la sangre escondida.
Hay suficiente tiempo
para que revolotee el cabello
y de los bolsillos caigan
llaves, algunas monedas.
Siguen ahí, al alcance del aire,
en el marco de espacios
que justo se acaban de abrir.
Solo dos cosas puedo hacer por ellos:
describir ese vuelo
y no decir la última palabra.
Fin y principio
Después de cada guerra
alguien tiene que limpiar.
No se van a ordenar solas las cosas,
digo yo.
Alguien debe echar los escombros
a la cuneta
para que puedan pasar
los carros llenos de cadáveres.
Alguien debe meterse
entre el barro, las cenizas,
los muelles de los sofás,
las astillas de cristal
y los trapos sangrientos.
Alguien tiene que arrastrar una viga
para apuntalar un muro,
alguien poner un vidrio en la ventana
y la puerta en sus goznes.
Eso de fotogénico tiene poco
y requiere años.
Todas las cámaras se han ido ya
a otra guerra.
A reconstruir puentes
y estaciones de nuevo.
Las mangas quedarán hechas jirones
de tanto arremangarse.
Alguien con la escoba en las manos
recordará todavía cómo fue.
Alguien escuchará
asintiendo con la cabeza en su sitio.
Pero a su alrededor
empezará a haber algunos
a quienes les aburra.
Todavía habrá quien a veces
encuentre entre hierbajos
argumentos mordidos por la herrumbre,
y los lleve al montón de la basura.
Aquellos que sabían
de qué iba aquí la cosa
tendrán que dejar su lugar
a los que saben poco.
Y menos que poco.
E incluso prácticamente nada.
En la hierba que cubra
causas y consecuencias
seguro que habrá alguien tumbado,
con una espiga entre los dientes,
mirando las nubes.
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