El poeta que atravesó el espejo
Poesía al SUR ·
Nacido en Brasil, criado en Madrid y asentado en Córdoba, Eduardo García hizo del desarraigo una forma de entender el mundo, hasta que un cáncer se lo llevó hace ahora cinco años: «Si todo ha de acabar, muerde muy fuerte / cada hora que le robas a la muerte»De pequeño fantaseaba con ser escritor, asombrado por el poder de las palabras que descubrió en las primeras novelas que cayeron en sus manos. Cuando ... el deseo se hizo realidad, Eduardo García comprendió que aquel oficio daba «muchos más quebraderos de cabeza que alegrías». Pero ya no era posible renunciar a una pulsión que lo dominaba por encima de su consciencia. No se elige la poesía, como tampoco se elige el amor. Ya lo escribió Julio Cortázar: no se elige la lluvia que va a calarte hasta los huesos cuando sales de un concierto. En el folio en blanco, García encontraba demonios agazapados a la espera de ser liberados, heridas pendientes de coser, pero también jardines tropicales y paisajes de postal que brotaban en su imaginación desbordante: «Cuando miro en el pozo del poema, / en las aguas del pozo, en lo secreto, / otro rostro sonríe al otro lado».
Nació en São Paulo en 1965, hijo de españoles, y permaneció en Brasil hasta los siete años, cuando su familia se trasladó a Madrid. En la capital pasó su primera juventud, hasta obtener plaza como profesor de Filosofía en Córdoba a comienzos de los noventa. Esa condición nómada le generó una sensación de desarraigo que marcó su obra. Pero el destierro era también poético. Tras coquetear en sus primeros versos, publicados ya en la treintena, con el realismo y la poesía de la experiencia, influido por Ángel González y Jaime Gil de Biedma, el autor cordobés construyó un universo propio entre la realidad y la ensoñación. La cita de Lewis Carroll que abre 'No se trata de un juego', en 1998, ya advierte del cambio de rumbo hacia una perspectiva más onírica: «Juguemos a que existe alguna manera de atravesar el espejo».
Y lo atravesó: «Debajo de estas calles / discurren, paralelas, otras calles, / alienta otra ciudad ensimismada». Sus poemas llamaron pronto la atención de la crítica. Los escribía un buen tipo que acumulaba afectos en un mundo, el literario, empedrado de rencores y enemistades. Pero nadie hablaba mal de Eduardo. También su obra desprendía esa calidez: «En la copa de un árbol construiré nuestra casa, / con tablones y clavos e ilusión y un martillo / alzaré entre las ramas suelos, techos, paredes, / cuartos en espiral, secretos pasadizos / donde obra el azar el don de los encuentros». Bajo esa ternura se escondía una rajadura vital, una pelea constante entre el deseo hipnótico de vivir animado por nuevos proyectos y relaciones y la oscuridad que empuja hacia el fondo una y otra vez. Por eso muchos de sus poemas hablan de lo que no pudo ser, de todo lo que se quiso y no se obtuvo: «Escribir un poema es pedirle el teléfono a una desconocida, / arrancarle una hoja a un árbol extraviado en un jardín con vistas al futuro / o jugar con palabras a la ruleta rusa, / una vez iniciada la partida no hay vuelta atrás».
Sin renunciar a sus orígenes, encontró una voz propia que trascendía el realismo pero no se arrullaba en brazos del simbolismo, una especie de «realismo visionario», como lo llamaba, que le permitía mantener un compromiso inquebrantable con su tiempo, alejado del tono panfletario de otros colegas. Tampoco redujo su obra a una cuestión estética: «La poesía como decoración o entretenimiento para clases pudientes me horroriza». Volcó su generosidad en 'Escribir un poema', el libro que le hubiera gustado leer con dieciocho años: un manual divulgativo sobre el proceso de creación que derriba los mitos que levanta la inspiración: «Las cosas son sólo a medias como nos las contaron. Hace falta dedicación para escribir». García reivindicaba la variante técnica de la construcción poética, como la tienen el resto de artes: «Pero abundan los grandes talentos malogrados por falta de esfuerzo y hay talentos discretos, con considerables limitaciones, que han conseguido llegar lejos a fuerza de lectura y reflexión».
Reconocido con el Premio Nacional de la Crítica en 2009, el poeta andaluz murió un mes de abril como éste hace ahora cinco años. El diagnóstico de su enfermedad situó su poesía frente al miedo. De aquel trance nacieron algunos de sus mejores versos («quién / renunciaría a abrir, al despertar, los vastos ventanales / para que el sol nos colme, la luz nos alimente, el aire se abra paso en el pulmón»), recuperados de forma póstuma en el exquisito volumen 'La lluvia en el desierto', con prólogo de Andrés Neuman y epílogo de Vicente Luis Mora. Ambos diseccionan al poeta, pero también al amigo que dejó una lección de vida: «Si todo ha de acabar, muerde muy fuerte / cada hora que le robas a la muerte».
Bailando con la muerte
Si todo ha de acabar, qué importa nada.
Si el río ha de arrastrar cuanto queremos,
días, amigos, cuerpos, libros, senos,
cavando a nuestro paso una hondonada;
si todo ha de anegar la mar helada
y al cabo nos aguardan crisantemos,
más vale no olvidar lo que seremos
y enterrar en olvido la alborada.
Mas si el destino está en quedar en nada
rema a contracorriente, a tumba abierta,
apurando los cauces, siempre alerta
al destello que inflama la mirada.
Si todo ha de acabar, muerde muy fuerte
cada hora que le robas a la muerte.
Nada
La firme voluntad de ser yo mismo.
El miedo a que el amor me haga infeliz.
La tierra que me aguarda silenciosa.
El niño que perdí y que a veces vuelve.
Los versos que una voz me dicta lenta,
La cama de hospital donde mi madre
vuelve estúpidas todas esas cosas.
Confidencial
Cada verso que escribo
susurra al otro lado otras palabras,
otras voces convoca en otras lenguas,
debajo de la página. Ya escucho
el eco de las fuentes que me brotan
más allá del papel. Hablan despacio
de lo desconocido. Sigilosas,
iluminan regiones en penumbra,
rescoldos encendidos, sangre seca,
las altas barandillas de la infancia,
peleas de vecinos
en el patio interior.
Cuando miro en el pozo del poema,
en las aguas del pozo, en lo secreto,
otro rostro sonríe al otro lado.
Otra vuelta de tuerca
Me estoy muriendo un poco cada día,
una pizca, no más, una mota de polvo, unas escamas
horadando la encía, enturbiándome el iris, sedimentando
al fondo del alvéolo,
no merece la pena, por tan poquita cosa, entregarse al fervor
del paranoico,
vivir, a fin de cuentas, es un proceso irreversible,
respirar
pone en funcionamiento la alegría, despierta las pasiones,
pero enturbia la arteria a fuerza de insistir hora tras hora, quién
renunciaría a abrir, al despertar, los vastos ventanales
para que el sol nos colme, la luz nos alimente, el aire se abra
paso en el pulmón,
aunque al fin nos escale la garganta la quemadura de un
escalofrío,
las mantas, el termómetro, el paracetamol,
nadie puede
esquivar siempre el golpe, hoy, por ejemplo,
me cogió por sorpresa la franca hostilidad de una bombilla
fundida en el espejo, algo
tan mínimo y atroz que daban ganas de encerrarse a cal y canto
y colgar un cartel de Se traspasa,
es cierto que nada hay más seguro que la final inclinación de
todo afán al desaliento,
pero esta tos, esta desesperanza,
este pájaro huérfano picoteando en la boca del estómago,
a qué negarlo, hoy
me he muerto un poco más que de costumbre,
la cuestión
es cómo hacer ahora, sin reparar en bajas,
para sobrevivirme.
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