Piedad Bonnett: el desgarro sin nombre
Poesía al SUR ·
La autora colombiana, una de las voces más honestas de la literatura en español, cose la herida abierta por el suicidio de su hijo, aunque pide al dolor que persevere «para que no te mueras doblemente»Alberto Gómez
Viernes, 4 de octubre 2019, 00:41
A Daniel le gustaban el cine y la buena comida, la música y el dibujo. En 2011, cuando tenía 28 años, se tiró por la ... ventana de su apartamento en Nueva York. Su madre, Piedad Bonnett, no encontró una palabra que definiera aquel desgarro inabordable. Tampoco existe. Meses después escribió 'Lo que no tiene nombre', una reflexión sobre el agujero que abre la muerte, voluntaria o no, de un hijo. Porque alguien sin padres es huérfano, pero alguien que pierde a su hijo no tiene nombre; ni siquiera el diccionario le ofrece cobijo. Aquel libro fue escrito en prosa. La voz poética de la autora colombiana había enmudecido. Tardó años en recuperarla, hasta que en 2017 publicó 'Los habitados', resultado de haberse zambullido, en un intento por comprender a Daniel, en un sanatorio mental. Cuando llegó al piso desde donde su hijo se había lanzado, recordó unos versos de Szymborska: «No parecía que de esa habitación hubiera salida, / al menos por la puerta».
Bonnett se pregunta «quién vio lo que no vi», el último instante de su hijo: «En qué pupila / quedaste grabado para siempre / aún vivo / pero volando triste hacia la muerte». Desesperada, pide que la herida continúe abierta, que el dolor persevere «para que no te mueras doblemente». En la segunda parte del libro, 'Noticias de casa', los recuerdos ya han tomado asiento, ampliando la ausencia: «Yo sabía tus manos de memoria». Era su primer poemario desde 'Explicaciones no pedidas', antes de sufrir en carne propia uno de sus versos favoritos, «porque la pena tizna cuando estalla», de Miguel Hernández. En ese título, «como una intuición poderosa», con Daniel aún vivo, había escrito: «Otra vez sales de mí, pequeño, mi sufriente. / Otra vez miras todo con mirada reciente, / y llenas tus pulmones con el aire gozoso. / Ya no lloras. / El mundo, de momento, no te duele. / Todo es tibio esta vez, caricia pura, / como una prolongada primavera. / Ignoras / mi útero vacío, mi sangrado».
Utilizó su mutismo poético para recopilar todos los libros publicados desde 1989 en 'Poesía reunida', como si quisiera poner en su obra el punto y aparte que la vida ya había colocado, implacable, en su biografía: antes y después de Daniel. Convencida de que bastan tres versos, a veces de una canción, para inocular el veneno de la poesía, Bonnett elude los desvíos líricos para levantar una escritura directa que desciende hasta lo cotidiano sin renunciar a sus convicciones ideológicas: «Yo pensaba que el mundo era cosa de hombres / mientras mis senos / crecían en abierta rebeldía». Nació en 1951 en Amalfi, un municipio «hermoso, aislado y relativamente ilustrado», a unas horas de Medellín. Hija, nieta y hermana de maestros, ella misma impartió clases en la Universidad durante tres décadas, combinando su trabajo como profesora con su labor como poeta, novelista y dramaturga, «poeta ante todo».
El suicidio de su hijo no la convirtió en mejor autora, aunque 'Lo que no tiene nombre' tuvo una acogida extraordinaria en Colombia y España, además de permitirle combatir la educación diseñada para el éxito y el reconocimiento público por encima del bienestar personal, la exigencia que margina a quienes son incapaces de competir en una sociedad cada vez más olímpica. Bonnett siempre ha considerado que esa presión empujó en parte a su hijo, sensible y atormentado. La montaña de testimonios recibidos tras la publicación del libro también alejó a la poeta colombiana de las posiciones intelectuales que desprecian el poder de la literatura para acompañar, para generar vínculos en forma de empatía o compasión. Para provocar emociones.
Pero la poesía de Bonnett, lejos de ser un desahogo, horada desde la sutileza, sin estridencias ni sentimentalismos. La exactitud ocupa aquí el hueco del grito: «Con sagrada puntualidad / vuelven los mendigos a ocupar sus lugares, / (…) donde las horas caen como monedas idénticas y sin brillo». Ya en su primer libro, 'De círculo y ceniza', la poeta colombiana deja clara su predilección por lo rutinario: «Dicen que el tiempo es oro / y que hay que hacer, hacer sin darse tregua. / Remordimientos no tengo ninguno: / hice una enorme torta con diez huevos / y con detalles escribí una carta. / De madrugada y minuciosamente / hice el amor con gran desenvoltura».
En 'Ese animal triste', publicado en 1996, dedica un poema a Daniel, por entonces un niño: «Con el oído del corazón oigo la música secreta de tu cuerpo, / el crepitar de tus huesos creciendo». Fue el tercero de sus hijos, el pequeño de la casa. Ahora, con 68 años y un zarpazo abierto en el pecho, Bonnett sortea su tendencia a la ansiedad y la depresión poniéndose frente al folio en blanco. En 2003, cuando le preguntaron qué frase elegiría para su epitafio, respondió: «Lo intenté todo». Los años y el pudor han modificado esa respuesta. Ahora, más irónica pero igual de honesta, escogería: «Se hizo lo que se pudo».
Piedad Bonnett
Las herencias
Hijo mío, me duelen las herencias.
Esta culpa, zarza que arde y me quema,
y que no me concede saber cuál fue el pecado.
En tu inocencia se mira mi inocencia
como en un ojo de agua que me cuenta una historia
que ya ha sido olvidada
y otros hablan entre tus voces turbias
y otros sufren de nuevo entre tus sueños
y en tu silencio sufren
otra vez más aquellos que están muertos
y tu herida
es una pena antigua que por mi sangre pasa
y estalla en la entrañas en que nadaste un día.
Cocina
Una cocina puede ser el mundo,
un desierto, un lugar para llorar.
Estábamos ahí: dos madres conversando en voz muy baja
como si hubiera niños durmiendo en las alcobas.
Pero no había nadie. Sólo la resonancia del silencio
donde alguna vez hubo música trepando las paredes.
Buscábamos palabras. Bebíamos el té
mirando el pozo amargo del pasado,
dos madres sobre el puente que las une
sosteniendo el vacío con sus manos.
La maleta
En la casa todo seguía igual, hasta las flores
—aunque un poco marchitas—. Pero en las escaleras
nuestros pasos sonaron
distinto. Como golpes muy suaves
en un cuenco vacío.
Pusimos la maleta en un rincón
donde no nos mirara
con sus ojos tan tristes.
Pesaba esa maleta, tan vacía.
Volvíamos a todas nuestras cosas,
a la manta de fieltro, a las pantuflas, al pocillo
de mis tardes de té.
Quizá tendríamos que habernos abrazado.
Pero mientras en aquel cuarto anochecía
todo lo que pudimos darnos fue silencio.
Cicatrices
No hay cicatriz, por brutal que parezca,
que no encierre belleza.
Una historia puntual se cuenta en ella,
algún dolor. Pero también su fin.
Las cicatrices, pues, son las costuras
de la memoria,
un remate imperfecto que nos sana
dañándonos. La forma
que el tiempo encuentra
de que nunca olvidemos las heridas.
Algo hermoso termina
Duélete:
como a una vieja estrella fatigada
te ha dejado la luz. Y la criatura
que iluminabas
(y que iluminaba
tus ojos ciegos a las nimias cosas
del mundo)
ha vuelto a ser mortal.
Todo recobra
su densidad, su peso, su volumen,
ese pobre equilibrio que sostiene
tu nuevo invierno. Alégrate.
Tus vísceras ahora son otra vez tus vísceras
y no crudo alimento de zozobras.
Ya no eres ese dios ebrio e incierto
que te fue dado ser. Muerde
el hueso que te dan,
llega a su médula,
recoge las migajas que deja la memoria.
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