Sr. García .

Microrrelatos SUR I Premio Pablo Aranda: XII entrega

Envía tus microrrelatos a microrrelatos@diariosur.es. No existe límite de edad ni ninguna temática obligatoria, sólo hay que cumplir un requisito: no superar las 150 palabras

Sábado, 28 de agosto 2021, 00:06

SUR renueva su apuesta por el microrrelato, y le reserva un espacio este verano tanto en las páginas del periódico cada fin de semana como ... en la web, el sábado como el domingo. El certamen recibe el nombre de I Premio Pablo Aranda en memoria del genial escritor malagueño y columnista de este periódico, fallecido el año pasado. El ganador recibirá un premio de 1.500 euros y además habrá dos menciones especiales dotadas con 500 euros cada una. Los originales se pueden mandar a microrrelatos@diariosur.es.

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Microrrelatos SUR I Premio Pablo Aranda

XII entrega de relatos (28/08/2021)

Inmaculada Galicia Gandulla

Locura salvaje

La mañana daba la bienvenida a elefantes avanzando sobre la alfombra aterciopelada de la entrada. De sus enormes trompas colgaban unos macacos que se balanceaban sin cesar. Las luces de la habitación cambiaban al ritmo unísono del canto de un ruiseñor. La ventana abierta contoneaba las cortinas y dejaba ver al león escondido, perfumándose para una ocasión especial.

Lagartos saltando a la comba, caracoles haciendo un pulso, gallos y gallinas bailando salsa… Toda una agradable compañía mientras se preparaba el té. «La naranja, la blanca y media de la verde», decía en voz alta mientras las sacaba del pastillero.

Ana Pérez-Urria

La canción de las ranas

Papá dice que las ranas cantan por la noche porque no entienden la oscuridad. En el estanque hay muchas ranas. Durante el día están calladas, duermen; se despiertan cuando salen las estrellas. Cantan toda la noche, las oigo desde mi habitación. Papá dice que lo hacen para olvidar que no entienden.

Papá murió hace dos días. Ayer, por la noche, las ranas se escuchaban más alto que nunca. Fui al estanque, no podía dormir. Papá estaba sentado en la orilla, mirando al agua con ojos lluviosos. Me senté a su lado, pero no se movió. Solo dijo, con una voz como de tierra: ¿ves, Pedrito?, cantan porque no entienden. Luego él también cantó, muy suave, y su canción se parecía a la hierba, o al viento, y un poco a la canción de las ranas.

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Silvia Docón Esteban

Ladrillos

Arrastraba los pies al caminar porque su gran corazón pesaba. Lo había llenado con sacos y sacos de ladrillos que había amontonado en un rincón. De vez en cuando, se acordaba de ellos y, sin embargo, no se aventuraba a tirar ninguno por miedo a herir a alguien en el lanzamiento.

Un día, se le ocurrió que podría machacar los ladrillos con mucho esfuerzo hasta convertirlos en pequeñas motas de polvo que, después, dejaría escapar a través de una diminuta ventana construida en su corazón.

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Al principio, le llevó mucho tiempo convertir en polvo cada ladrillo pero, con la experiencia y el transcurrir del tiempo, cada vez le resultaba más sencillo hasta que, por fin, se deshizo de todos y cada uno de los ladrillos que había almacenado durante años y aprendió a no acumular más.

Dicen que, desde entonces, vuela más que camina.

José Luis Ramírez Álvarez

Ciento cincuenta palabras a Sara

Una voz adormilada te evoca, nostálgica.

Siete, ocho años ha. Aquel sombrío trece, creador de ausencias, destructor.

Septiembre, diecinueve; una luz cremosa, unos brazos alados, una pizza, una piazza.

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Treinta, pocos más. Fui a buscarte. Te alcancé a los cuarenta, tal vez.

El albur del destiempo certifica irónico la oportunidad perdida. ¿Es eso?

Te llamaría, pero no tanto. Te escribiría, pero me ausento. Te recordaría, pero te recuerdo.

Así estás siempre dentro, secando a gotas mi cerebro. ¡Quién lo iba a decir! «¡Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas!». Sólo obtuve el reflejo de mi ignorancia.

Recité hasta cien.

La nada se condensa en los extremos de la utopía. Y se expande, delicuescente, hasta cubrirla del todo; la botella inevitablemente vacía.

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Al terminar, el postrer recuerdo de unas palabras: las no pronunciadas, por flaqueza, las no sentidas, por temor, las finalmente escritas, fútiles y tardías.

¿Cuántas?

Contad. Ciento cincuenta.

NICOLÁS MANUEL MONTIEL PUERTA

Rumbo de derrota

Abre los ojos. El zureo de dos tórtolas encaramadas en una encina le recuerda a aquellas vecinas del bloque de su madre que competían por criticarla.

Se levanta aturdida y condolida. Aunque así lleva muchos meses, en esta vorágine demencial: dinero fácil, cruceros por la luna, cocaína para enderezar la resaca, sexo sin seso bajo el techo de espejo del cielo que siempre quiso alcanzar. Vómito permanente y un rictus en lugar de sonrisa. Observa a su alrededor. El furgón celular yace volcado panza arriba en una hondonada salpicada de girasoles silvestres. A varios metros ve un cuerpo uniformado que adivina sin vida.

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Varias sirenas ululan acercándose. No sabe cuánto tiempo ha estado inconsciente, ni después del accidente, ni antes.

Empieza a llover. Su abuelo siempre dice que la lluvia moja los pensamientos y el viento los marea. Le gusta la lluvia. Y el sol, y los árboles.

Y correr…

Juan Francisco Toscano Hierro

LÀ-BAS

Corrió a echar el boleto a la Administración. Recitó uno a uno los números que llevaba anotados. Luego iría donde su padre. Una racha de viento arrastró el boleto hasta la alcantarilla, donde desapareció en la opaca oscuridad del subsuelo. Pasó la linde y atravesó campos, bordeó carreteras. Durmió al raso, comió frutas de las huertas baldías. Pensó: «Me estarán buscando». Una tarde alcanzó la orilla. De los que la cruzaban, nada se sabía más. Oyó hablar de cuerpos que flotaban corriente abajo, o que los cuajidos colgaban de los postes. No era el boleto. Es que allí no había nada, solo polvo y calor. Ni siquiera billares había. Solo bullía la entrada de la Administración los días de sorteo. Además, a él nunca lo consideraron mucho. Allá abajo, arrullado por el chapoteo de la barcaza, soñó que flotaba. Al despertar, la orilla se había cubierto de sombras.

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Marcos Antonio López Zaragoza

Pablo desde el cielo

He cambiado el mar por el cielo, pero resulta que desde aquí se divisa mi Málaga mucho mejor que desde la cima de la montaña o el avión. Allí no existen bolígrafos, ni tablets o móviles y la luna resulta más bella y esplendorosa desde mi morada, la quinta nube rosácea, cerca de Dios Todopoderoso. Aquí no necesito espetos, ni vino dulce de Málaga o boquerones victorianos acompasados con las luces de la feria de Málaga. No existen las vestimentas, ni el dinero, ni tenemos rostros, solo somos imágenes luminosas llenas de buenos pensamientos y recuerdos. Mis artículos y columnas yacen como mi testamento, pero lo que más me alegra es que mis amigos del SUR mantienen en vida lo que más amé en la tierra y ahora contemplo desde el cielo. Mi pasión por la escritura y el amor por mi Málaga.

Alicia Ramírez Crespo

Las olas, el mar y el faro

El faro llevaba solo y abandonado desde hacía veinte años. Nadie había estado allí desde que el último farero, con lágrimas en los ojos cerró la puerta de la que había sido su casa durante tantos años. Ya no eran útiles. Esa noche se avecinaba una gran tormenta. Un anciano, con pasos lentos y firmes, se aproximó al faro. Se sentó justo al borde del acantilado mirando al mar. La tormenta se iba acercando, el viento bramaba creando enormes olas, los truenos hacían retumbar la tierra y los rayos iluminaban el inmenso mar. Una enorme ola chocó contra el faro. El anciano desapareció. El mar, ese mar que tanto amaba, lo tragó haciéndolo parte de él. Y allí sigue, junto a su querido faro, viendo los días nacer y morir en el infinito círculo de la vida.

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