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Islas

Ahora ella no tiene en cuenta esa otra clase de isla rodeada de trepas por la que habitualmente nos movemos

Sábado, 4 de julio 2020, 00:22

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Yolanda está en Las Maldivas desde el día 10 de marzo. Lleva cuatro meses confinada en Maafushi, una isla que tiene aproximadamente el tamaño de ... una manzana de Madrid. Ayer hablé con los padres por teléfono y esperan que su hija vuelva la próxima semana. Carmen y Teo me dijeron que todo iba bien pero Yolanda comenzaba a estar cansada de bucear y ver tortugas marinas, peces martillo y tiburones. Cada vez que pregunta el coste del alojamiento, el dueño responde que no le debe nada y cuando ella insiste él argumenta que el gobierno prohíbe alquilar habitaciones y por lo tanto no le puede cobrar ni una rufiyaa. El año pasado viajé a Las Maldivas y no me hubiera importado prolongar la estancia cuatro meses en Dhiffushi. No había muchas cosas que hacer en una isla de 900 metros de largo por 200 de ancho salvo pasear, escribir, leer, pintar, comer arroz, nadar en el océano Índico y hacerse el muerto mientras los peces de colores te besan la piel. Yo suelo llevar un libro a los viajes y también una guía, aunque para moverse por una isla de las dimensiones de Maafushi y Dhiffushi no hace falta ningún plano. Únicamente leo en papel, o sea que la lectura no hubiera significado para mí una distracción en caso de confinamiento. Durante los pocos días que pasé en la isla entablé amistad con casi todos los habitantes. Me pongo en el lugar de Yolanda y estoy convencido que le dolerá abandonarlos. Dice Teo que una amiga que está con ella da saltos de alegría cada vez que aplazan el regreso. Cuando alguien se ve obligado a prolongar varios meses las vacaciones puede estar feliz y sentirse como pez en el agua o echar de menos la vida cotidiana que dejó a casi nueve mil kilómetros de distancia. El tiempo se encarga de invertir la situación hasta el extremo de que las atractivas sorpresas de la isla acaban convirtiéndose en cuestiones rutinarias. Yo envidio a Yolanda, sin embargo comprendo que eche de menos su vida de siempre. Ahora ella no tiene en cuenta esa otra clase de isla rodeada de trepas por la que habitualmente nos movemos. Una isla con peces martillo que nos aporrean la cabeza proclamando aburridas consignas; ambiciosos tiburones que olfatean la sangre y devoran al primero que les haga sombra; tortugas que salen despavoridas sólo vernos venir; cangrejos que andan para atrás y se ocultan bajo tierra cuando los necesitamos... Una alegoría. Un mundo a escala con arrecifes de coral que han ido perdiendo vida y color. Los animales son los únicos que continúan siendo fieles a sí mismo, da igual que sean vertebrados o invertebrados, ellos apenas cambian, simplemente aprenden a desconfiar cada día más de los seres humanos, como nos pasa a tantos de nosotros. Pero eso es otra historia.

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