Mi encuentro con Michael Collins
El pintor malagueño relata en este artículo cómo tuvo el privilegio de conocer a uno de los tripulantes del Apolo XI que hace cincuenta años llegó a la Luna
CRISTÓBAL TORAL
Sábado, 20 de julio 2019, 23:36
Una beca de la fundación Juan March me permitió dar el salto a Nueva York en el otoño de 1969. Por esas fechas se cumplían ... poco más de dos meses del regreso de los astronautas que habían subido a la Luna. Un año antes yo convoqué a los medios de comunicación en Madrid vestido de astronauta para apoyar los planes de la NASA y hablar de pintura cósmica. El vuelo a Nueva York lo realicé prácticamente en la cabina del avión acompañando al piloto, Hermenegildo Menéndez, (tiempo después supe de su reputación y experiencia con aviones Ju- 52). Con la visibilidad espacial en la cabina yo me sentía un astronauta que surcaba el espacio. Hermenegildo, curiosamente, los amigos le llamaban Paco, me explicó muchos detalles del tablero de mandos del Boeing B747 y me sugirió que le acompañase en el aterrizaje. Mientras el piloto realizaba las maniobras de descenso me quedé impresionado al observar como las alas del avión adquirían un paralelismo milimétricamente perfecto en relación con la horizontalidad de la pista de aterrizaje.
Se diría que yo llegué a Nueva York bastante 'astronautizado', después de hacer varias horas de vuelo junto a un magnífico piloto, por eso una de las primeras cosas que hice, sin tener aún el estudio organizado para pintar, fue llamar al entonces embajador de España en Washington, don Jaime Argüelles, para expresarle mi deseo de conocer a un astronauta de los que habían subido a la Luna. Sin duda, el embajador se debió quedar bastante perplejo por mi petición. Me advirtió de que ese encargo lo veía muy difícil, pues lo astronautas tenían una agenda muy apretada de homenajes por todo Estados Unidos, además de muchos compromisos con los medios de comunicación y, sobre todo, por los reconocimientos médicos a los que estaban sometidos para controlar los efectos de la gravedad a lo largo del viaje. Yo le insistí: «Embajador, inténtalo».
Sorprendentemente el embajador Argüelles me llamó a los pocos días para decirme que Michael Collins iría a la Embajada para que yo le conociera y pudiéramos hablar. Don Jaime organizó una cena en la Embajada para este encuentro. Michael Collins vino acompañado por el señor Chollinor, director del Museo de la NASA en Washington, y yo me desplacé desde Nueva York. Collins estuvo muy cordial durante la cena, me sorprendió su sencillez y su buena disposición para contar los detalles del heroico viaje. De lo mucho que hablamos quiero resaltar su respuesta a mi pregunta sobre cuál fue el momento más emotivo de su extraordinaria aventura. Michael Collins me confesó: «Cuando estaba en el módulo de Mando, orbitando la Luna, que la veía a un tiro de piedra, y al mismo tiempo observaba desde mí habitáculo el planeta Tierra en el espacio, pequeño como cuando vemos la luna y, pensar en esas circunstancias, que yo tenía la misión de recoger a mis compañeros, Armstrong y Aldrin y llevarlos a la bolita Tierra que aparecía tan lejana en el cosmos...»
Esa emotiva descripción de Collins en aquellos momentos de soledad en el universo me ha hecho reflexionar en varias ocasiones para llegar a una conclusión: Volver a la Tierra, o «subir a la Tierra» desde la Luna, fue más arriesgado y emotivo que subir a la Luna desde la base de Cabo Cañaveral.
Porque para subir a la Luna, contaron en una primera etapa del vuelo con un potente cohete, Saturno V, y en una segunda fase con varios motores potentísimos hasta situarse en la órbita lunar..., pero sobre todo, contaban con la compañía de la base científica de la NASA., del calor familiar del planeta, donde había centros médicos, ambulancias, teléfonos... Sin embargo, en la Luna, a 384.000 kilómetros de la Tierra, no había nada ni nadie.
A esa distancia, y en la más absoluta soledad cósmica, solo contaban con un motor de relativa potencia en la nave Columbia y con la dificultad añadida de unas maniobras muy arriesgadas, que tenían que ejecutar manualmente, como fue acoplar el módulo lunar, Eagle, al módulo de Mando que pilotaba Collins mientras seguía en órbita sobre la Luna. Cuando Armstrong y Aldrin despegaron de la Luna y se acoplaron a la nave Columbia que controlaba Collins, desengancharon el módulo Eagle y lo dejaron caer en la superficie lunar. Entonces iniciaron el regreso con una sola ventaja a su favor: podían aprovechar la poca gravedad de la Luna para despegar del satélite con buena velocidad a pesar de la poca potencia del motor. Cuando llegaron a la zona influida por la gravedad terrestre la velocidad se disparó, ya que se iniciaba la «cuesta abajo» hacia la Tierra, alcanzando en ocasiones velocidades de más de 30.000 kilómetros por hora.
Lo que me contó Michael Collins en aquella cena de 1969 lo ha repetido muchas veces a lo largo de cincuenta años en numerosas entrevistas. Hay que tener en cuenta que Michael Collins fue el único astronauta que se quedó solo varias horas, casi un día, en el espacio, pues Armstrong y Aldrin siempre estuvieron juntos. Si se tienen en cuenta las declaraciones de los tres astronautas después de su gesta cósmica, las de Amstrong prácticamente inexistentes y las de Aldrin un tanto artificiales, probablemente la descripción de Collins, de ver «la Luna tan cerca y la Tierra tan lejos...» quizás sea la más poética y emotiva de cuantas declaraciones han realizado los astronautas.
La explicación de este comportamiento tan poco emotivo y poético por parte de personas que han tenido una experiencia tan extraordinaria, quizás se deba a que estaban mentalizados para cumplir una misión, un trabajo muy estricto y preciso. Y se tomaron esta misión con tanta responsabilidad que terminaron robotizados. Pues no hay que olvidar que detrás de ese «trabajo» había 400.000 personas que habían intervenido en el proyecto del Apolo 11 y, económicamente, unas cifras millonarias que suponían el 4% del presupuesto de Estados Unidos. Y por si fuera poco, Estados Unidos se jugaba la hegemonía espacial con la Unión Soviética en plena Guerra Fría. Sin duda, había muchos intereses en juego y por tanto mucho riesgo para confiarlo todo a la fragilidad de tres personas solo de carne y hueso... Ante esta enorme responsabilidad, cabe pensar o imaginar, que para la misión del Apolo 11 los responsables de la NASA crearon en realidad tres robots en el interior de tres personas que, no obstante, consiguieron mantener su autonomía para hacer un trabajo impecable, que merecidamente les ha llevado a ocupar un lugar muy destacado en la historia de los héroes.
Los tres astronautas coincidieron siempre en manifestar que se limitaron a realizar el trabajo que tenían encomendado, que era muy estricto y preciso. No podían distraerse con emociones ajenas a ese cometido. Y menos para ejercer de poetas, pues no les quedaba tiempo ni para darse cuenta que estaban en la Luna.
La escritora Rosa Montero en un reportaje con motivo del 25 aniversario de la subida a la Luna, hacía esta interesante observación: «tal vez a los astronautas les persiga una sospecha desoladora: la frustración vital de haber estado allí y no haberse enterado».
Aquellos años de euforia espacial a mí me entusiasmaban por el avance científico que suponía para la Humanidad, pero como pintor, también me fascinaban por la influencia que, sin duda, podían ejercer sobre el arte. Después de subir el hombre a la Luna y ver las fotos de los planetas en el universo y los efectos de la ingravidez, la superficie del lienzo sobre el caballete dejaba de ser un fondo para transformarse en un «espacio» que permitía un nuevo concepto de la composición. Una composición más libre y dinámica que posibilitaba liberarse de las referencias tradicionales.
Pero en estos días de aniversario hay que recordar que no todas las reacciones han sido favorables a la carrera espacial. También ha contado con muchos detractores que criticaron y, siguen criticando, que los inmensos costes que conlleva la conquista del espacio podrían destinarse a otros fines más sociales. Incluso intelectuales como Bertrand Russell fueron muy críticos en los años 60. Sin embargo, la realidad ha demostrado que los logros científicos y tecnológicos que se han conseguido con estas experiencias aeroespaciales han sido muy útiles en infinidad de aplicaciones. En este sentido, encuestas realizadas en Estados Unidos sobre este tema, indican que el 60% de la población considera que los beneficios han sido superiores a los gastos.
En cualquier caso, hay una razón profunda que nadie podrá frenar: el natural avance de la Humanidad. Ya no podemos descubrir nuevos continentes porque todo está descubierto en nuestro pequeño planeta. Esta realidad conviene recordarla en este 50 Aniversario. Y recordar también que el reto de la Humanidad es seguir avanzando en este campo para dominar las distancias astronómicas del Universo.
Quiero terminar estas líneas expresando mi homenaje a los astronautas que subieron por primera vez a la Luna y a todas las personas que contribuyeron a conseguirlo.
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