Ping pong
Nadie quiere oír el sonido del ‘ping pong, ping pong’ que marca el paso del tiempo
José Antonio Garriga Vela
Sábado, 17 de diciembre 2016, 00:33
Hace alrededor de un mes compré la mesa de ping-pong que tanto deseaba. La coloqué en la terraza y desde entonces paso el día ... acariciando la superficie de fibra como si examinara la altura del césped de un campo de fútbol. Cuando recibo alguna visita reto al recién llegado a jugar conmigo, pero siempre sucede algo que impide el encuentro. Unas veces se aplaza porque sopla demasiado viento y las pelotas caen al vecino de abajo, otras veces el adversario se niega en rotundo porque detesta practicar cualquier tipo de deporte. El caso es que no se juega el partido o se interrumpe antes de finalizarlo. La semana pasada decidí bajar la mesa al aparcamiento subterráneo del edificio y poner las raquetas sobre el tablero hasta que apareciese algún inquilino que cayera en la tentación de agarrar una de ellas y disputar el partido. Además el garaje posee la ventaja de que no hay que ir a recoger la pelota a ningún sitio más abajo del suelo y sólo necesito un adversario con ganas de desentumecer los músculos. Me siento como el niño que da patadas al balón esperando que se vayan sumando otros compañeros hasta conseguir el número suficiente para jugar el partido. Pero por ahora no hay suerte, nadie quiere oír el sonido del ping pong, ping pong que marca el paso del tiempo, delicado y rotundo, sobre la mesa de juego. Al verme en medio del garaje, los inquilinos del edificio piensan que estoy esperando un camión de mudanzas para llevarse los muebles. Cada vez que oigo llegar un coche, cojo la raqueta y hago botar la pelota con la intención de que sirva de reclamo, pero nada.
Al final he tomado la resolución de levantar la mitad de la mesa y apoyarla en la pared, de tal forma que me enfrento a mí mismo como si jugara al frontón. El contrincante casi nunca me sorprende, lo veo venir, lo conozco, no hace falta que le mire a los ojos para adivinar sus intenciones. Siempre gano. Los vecinos me miran de soslayo, saludan y desaparecen. Ignoro la expresión de sus caras. Yo estoy demasiado concentrado en el partido para distraerme con cualquier tontería y perder el punto. Juego todos los días con los amigos invisibles. Después subo a casa y hago los deberes. No se lo digo a nadie, pero me complace la sensación de haber vuelto a la infancia.
Al bajar esta mañana, me he encontrado a un vecino jugando al tenis en la cancha de su aparcamiento, no al tenis de mesa que yo practico a diario sino al tenis de campo. Ha trazado una línea en la pared y se dedica a pegar pelotazos. Todo es cuestión de tiempo y paciencia. Se le bajarán los humos y acabará entrando en mi terreno.
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