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Los Keane, en 1965, con algunos de los cuadros que ella pintaba. :: Bill Ray/Time & Life Pictures/Getty Images
Ojos grandes, cara dura

Ojos grandes, cara dura

Durante una década, los popularísimos cuadros de Margaret Keane se los atribuyó su marido. Tim Burton cuenta ahora su historia en una película

carlos benito

Domingo, 2 de noviembre 2014, 01:04

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Margaret Keane pintó el cuadro más importante de su carrera en 1986, en un entorno que en principio parecía poco propicio al arte: un juzgado de Honolulu. El tribunal tenía que decidir quién era el autor de los popularísimos óleos firmados simplemente como Keane y atribuidos desde siempre al exmarido de Margaret, un vividor presuntuoso llamado Walter. Determinaron que la manera más segura de dirimir la delicada cuestión era plantar dos caballetes en la sala e invitar a ambas partes a demostrar su buena mano. A Margaret le bastaron 53 minutos para completar una de sus inconfundibles creaciones: un niño con unos ojos desmesurados, en los que resultaba inevitable adivinar una tristeza honda y remansada. Walter se escabulló diciendo que una lesión en el hombro le impedía manejar los pinceles.

Tim Burton ha llevado al cine la historia de los Keane, con el título de Big Eyes, y lo cierto es que momentos como el del juicio en Hawái parecen concebidos especialmente para la pantalla. El veredicto de los jueces cerró el largo enfrentamiento de la pareja, que para entonces ya llevaba dos décadas divorciada: la sentencia obligó a Walter a indemnizar a su exmujer con cuatro millones de dólares, aunque jamás llegó a pagar ni un centavo, y puso punto final a las dudas sobre la autoría y los derechos.

Margaret, nacida en Tennessee en 1927, pintaba desde la infancia, y de hecho también mostró en aquel juicio un cuadro que había firmado con 11 años, en el que aparecía cómo no un chaval de ojos enormes. Conoció a Walter en 1955, en una exposición al aire libre en San Francisco, y se quedó prendada de aquel hombre con labia de feriante, que se había ganado la vida durante años como vendedor de casas. Él pronto aplicaría sus estrategias comerciales a los cuadros de su esposa, que se convirtieron en una de las imágenes más populares de los 60 en EE UU: los burgueses de los barrios residenciales se morían por colgar en sus paredes alguno de esos muchachos atribulados, que les reafirmaban en su propia sensibilidad. Los había que sujetaban cachorritos con ojazos a juego, los había vestidos de arlequín, incluso los había en tiernas parejas, y poco importaba que los especialistas se espantasen ante esa apoteosis de lo kitsch. «Son la definición misma del trabajo amateur de mal gusto», resumía un crítico. Los Keane llegaron a regentar su propia galería y, para quienes no podían permitirse un original, ofrecían postales, carteles, platos decorativos y otros mil formatos más asequibles.

El Greco y Picasso

El Greco y Picasso

Walter Keane, un portento de la autopromoción, daba mucho juego en las entrevistas. «Nadie sabía pintar ojos como El Greco. Nadie sabe pintar ojos como Walter Keane», soltó una vez en Life. «He ayudado al mundo del arte igual que Picasso y Modigliani», presumió en otra ocasión. Y, durante una intervención en el San José State College, remontó las fuentes de su estilo hasta sus viajes por Europa, donde le había conmovido la visión de los críos miserables de la posguerra: «Algunos críticos, con la idea del arte que puede tener el Pato Donald, han afirmado que los niños de mis cuadros no son fotográficamente exactos. Sus ojos son grandes, demasiado grandes para ser reales. Pero esos ojos que yo pinto tienen las dimensiones de sus almas».

Tras la chulería y el exhibicionismo del marido se escondía el sufrimiento cotidiano de la esposa. Margaret había tardado dos años en enterarse de que Walter vendía los cuadros como si los hubiese pintado él. Una noche, acudió al club nocturno donde él solía hacer sus negocios y se quedó sentada en un rincón, contemplando el tenderete lleno de telas. De pronto, alguien se acercó a ella y le preguntó «¿y tú, también pintas?». Así se dio cuenta de la verdad, pero la insistencia y la agresividad de su esposo, con amenazas de muerte de por medio, la convencieron de mantener el engaño. Durante ocho años más, ella se dedicó a pintar dieciséis horas al día, recluida en casa con las persianas bajadas, mientras Walter se daba la vidorra del artista disoluto junto a estrellas como los Beach Boys. «A veces me iba a la cama y había tres chicas», evocó en sus memorias.

La situación cambió tras el divorcio. Margaret se mudó a Hawái y, en 1970, volvió a casarse y lo reveló todo en una entrevista. Un periódico organizó un duelo televisado de pinceles entre ambos, en plena Union Square de San Francisco, pero el caradura Walter ni siquiera llegó a presentarse. La artista también se hizo testigo de Jehová, después de años buscando cobijo espiritual en ámbitos como el ocultismo o la astrología, y a partir de entonces sus obras adquieron un matiz inesperado: sus protagonistas siguen teniendo ojos como platos, pero parecen menos desgraciados que antaño. «La mirada triste y perdida está dejando paso a algo más feliz», resumió ella misma en ¡Despertad!, la revista de los Testigos. Pese al cambio, se siguieron vendiendo «casi sin dar tiempo a que se secase la pintura», para desaliento de los críticos, aunque a ella ese desdén de la alta cultura siempre le ha dado igual: «En eso yo soy como Liberace declaró en los 90 a The New York Times, me voy riendo camino del banco».

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