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El conjunto escultórico del monumento del Marqués de Larios encara la Alameda, convertida casi en un segundo Parque.
La Alameda

La Alameda

A finales del siglo XVIII se urbanizó definitivamente el arenal que se había ido formando en la desembocadura del río Guadalmedina; el autor de este proyecto fue el ingeniero López Mercader. Así era este enclave de la ciudad en la Málaga de entonces

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Viernes, 13 de junio 2014, 23:25

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Hasta el año 1896, en que se inició la construcción del Parque, la Alameda Principal fue el principal espacio público de la ciudad y se constituyó en escenario fundamental de la vida local a lo largo del siglo XIX. Uno de los signos de modernización del paisaje urbano a partir de mediados del ochocientos es la sustitución de la vieja plaza mayor por el paseo como centro de la vida social. A menudo la denominación de este último refleja la imagen de un salón aristocrático transportado a la calle: El paseo de la Alameda, por ejemplo, fue conocido durante un tiempo como "Salón de Bilbao".

A finales del siglo XVIII, concretamente en 1783, se urbanizó definitivamente el arenal que se había ido formando en la desembocadura del río Guadalmedina; el autor de este proyecto fue el ingeniero López Mercader. En su trazado inicial, la Alameda era un paseo arbolado situado fuera de la muralla sur, limitado al oeste por el Castillo de San Lorenzo y al este por un ángulo de la misma muralla. El paseo estaba formado por una doble hilera de árboles y tenía un ensanche en la parte central, una especie de plazoleta. Sin embargo, carecía de construcciones y estaba separado del mar por la zona de pescadería y por una serie de casetas de madera destinadas a la venta de comestibles.

En 1786 se permitió el derribo de la muralla y este hecho favoreció extraordinariamente el desarrollo de la Alameda. Las familias acomodadas de Málaga comenzaron a construir grandes mansiones a un lado y otro del paseo. A partir de ese momento, las modificaciones más importantes consistieron en su ampliación. Derruido el Castillo de San Lorenzo, el paseo se extendió por el oeste hasta el mismo río, lo que permitió la conexión con la ampliada Alameda de los Tristes (hoy conocida como Alameda de Colón).

Fuente de Génova

En estos primeros años del siglo XIX se instala en el costado oriental de la Alameda la llamada Fuente de Génova, que desde el siglo XVI estaba en la Plaza Mayor. En los años treinta, la Alameda dispone ya de iluminación propia, emitida por farolas de aceite, y en 1852 se introduce el gas en las cincuenta y dos farolas del paseo. Con motivo de la visita de la reina Isabel II en 1862, se colocaron siete fuentes más y un estanque. Finalmente, una de las remodelaciones más importantes del paseo tuvo lugar en 1876, modificación que fue dirigida por Joaquín Rucoba.

Hace cien años el paseo de la Alameda constaba de tres calles: Dos laterales de poca anchura con acera de cemento y una central, mucho más espaciosa. Este paseo central estaba amueblado en sus laterales por canapés de piedra con respaldo de hierro, para las clases populares, y sillas y sillones de rejilla metálica de alquiler, para los más privilegiados. En relación con este último hecho, eran frecuentes las quejas acerca del pésimo mantenimiento de estas sillas de alquiler, a menudo mohosas, y del elevado precio de las mismas.

Al extremo occidental del paseo, junto al puente de Tetuán, se traslada en 1896 la Fuente de Génova. La leyenda atribuía el origen de dicha fuente a un regalo ofrecido por la república de Génova al emperador Carlos V o a un encargo de este emperador que llegó a Málaga tras ser apresado y rescatado de manos del pirata Barbarroja. La realidad es que la fuente fue construida en 1551 con fondos aportados por el ayuntamiento.

Esta fuente puede contemplarse actualmente en el parque de Málaga, junto al auditorio de música Eduardo Ocón. Decorada con sirenas, ninfas, niños con delfines y un Neptuno, la denominada Fuente de Génova podría entenderse, según los especialistas, como una alegoría del carácter marinero de la ciudad. Díaz de Escovar aseguraba, hace cien años, que las figuras de "sofocadas Venus" y "niños con toilettes de agosto habían visto pasar a generaciones de malagueños y observado heroicas defensas y revoluciones. Casi por milagro, estas esculturas de la fuente habían sido respetadas por las pedreas infantiles, lo que no consiguieron las demás estatuas clásicas (Pompeyo, Vitelio, Trajano) que adornaban el paseo.

Música y teatro

Junto a la fuente se alzaba un pequeño teatro desmontable y, poco más allá, un tablado en el que bandas de música militares amenizaban las veladas dos veces por semana. Veintidós arcos que iban de farol a farol, arcos esmaltados con ánforas de porcelana iluminadas con lucecitas de gas del tamaño de una almendra, embellecían el conjunto de la Alameda. Completaban el paisaje numerosos aguaduchos para las gaseosas y, por supuesto, los frondosos árboles -castaños de Indias y plátanos orientales- que formaban la bóveda natural del salón-paseo.

La construcción del monumento a don Manuel Domingo Larios, Marqués de Larios, en el extremo oriental del paseo, supuso el broche de oro a la decoración de la Alameda. La obra fue esculpida por Mariano Benlliure e instalada el uno de enero de 1899. Para la erección del monumento se había formado una comisión municipal, comisión que convocó el concurso ganado por Benlliure; antes de firmarse el contrato, se inició una suscripción pública de manera que el monumento no pareciera sólo como algo ejecutado por los amigos del marqués, sino en lo que el pueblo había participado activamente.

Cuando se inauguró la obra, los contemporáneos valoraron el extraordinario parecido de la estatua en bronce del marqués con el original, así como la naturalidad de la pose, muy propia de las fotos de aquella época. También se apreció el carácter alegórico de la matrona que levanta en alto a un niño; este último escribe en nombre de la ciudad un lema que resume el agradecimiento del pueblo de Málaga a su ilustre bienhechor. En la cara opuesta a la Maternidad, un desnudo masculino, con pico y azadón sobre el hombro, simboliza al Trabajo, que el marqués creó con sus actividades; la corona de hojas de vid que porta la figura puede ser una alusión al principal fruto de la economía malagueña.

En tomo a la Alameda se concentraba a finales del siglo pasado el espacio político-administrativo más importante de la ciudad, espacio formado por el edificio de la Aduana, que incluía además la Diputación Provincial, el Gobierno Civil, la Delegación de Hacienda y la Comandancia de Carabineros. Relosillas denomina a esta zona "la ruta del dinero", y señala que la Alameda Principal, junto a las calles de Granada, Nueva y Alameda Hermosa, albergaba las residencias de los "Cresos indígenas".

Heredia, Larios y Loring

Indica J. A. Lacomba que en la Málaga decimonónica no existía una burguesía dominante, sino una oligarquía en cuyas empresas siempre aparecen los Heredia, los Larios y los Loring, familias acaparadoras de empresas industriales, comercio marítimo y ferrocarril. Esta tríada familiar constituye el "vértice de poder" de la Málaga del XIX, y a los tres apellidos se vinculan los demás representantes de la gran burguesía malagueña. A estas familias las calificó Estébanez Calderón como "la oligarquía de la Alameda", por tener en esta zona su residencia. El paseo de la Alameda es también, por tanto, el eje de la sociedad malagueña.

Durante su período de esplendor, la Alameda será escenario de ferias de ganado, de mítines políticos y manifestaciones en el primero de mayo, de procesiones de Semana Santa y del Corpus, pero muy especialmente será el lugar por excelencia de paseo de los malagueños, hasta que la calle de Larios acabe desplazándola, ya en el siglo XX.

Los paseos públicos del siglo XIX parecen diseñados para convertirse en salones mundanos al aire libre. La frescura la aseguran los árboles y fuentes, la estética la aportan flores y estatuas; los bancos, por su parte, proporcionan descanso y conversación. La asistencia cotidiana al paseo es obligatoria para la buena sociedad, pues permite a ésta encontrarse y a las damas hacer admirar sus galas.

El paseo de la Alameda recibe también críticas; muchos lo califican de oscuro, pues aunque dispone de un gran número de farolas, "dan juntas menos luz que el farolillo de un sereno". Otro inconveniente er el polvo que se levantaba, especialmente en los días de terral. Aunque el piso se regaba a las siete y media, era frecuente que por las noches las colas de los vestidos de las damas produjeran al arrastrarse "nubes polvorientas".

La temporada de paseo se iniciaba con los primeros calores, normalmente a partir del día del Corpus; los primeros temporales de otoño, por el contrario, indicaban el final de la estación. El ritual del paseo comenzaba en torno a las ocho de la tarde y la velada culminaba bien entrada la noche; a las once comenzaba ya a notarse una merma gradual en el grupo de paseantes y hacia las once y media abandonaban la Alameda las jovencitas, seguidas de sus maternales celadoras.

Un periodista señala que el paseo de la Alameda tiene su público particular de a pie y sentado, y que en él se ven todos los años las mismas caras: "Una alegre multitud donde se codean todas las clases, tertulias dicharacheras, grupos sospechosos, y tiernas parejas entre las voces de los aguadores y los acordes de La Gran Vía".

El ritual del paseo se repite una y otra vez: Las mamás o acompañantes se sientan a lo largo de ambos laterales de la Alameda encargando a sus hijas, con empeño, que no dejen de pasar, a cada vuelta, por delante de ellas; así supervisan el comportamiento de los ocasionales galanteadores.

Las jóvenes se dedican a dar vueltas al paseo bajo la atenta mirada de los muchachos. Como afirma un contemporáneo, "el paseo está que arde". Durante el mismo, pueden formarse numerosas parejas, consolidarse algunos noviazgos y deshacerse otros.

Los mayores, por su parte, forman animadas tertulias. Las señoras comentan, tras de los pericones, temas como el traspiés de alguna amiga, que no acabará en boda, o el fracaso de algún tenorio. Mientras tanto, los caballeros prefieren organizar animadas tertulias políticas de varios colores; a la vez que dialogan, se airean el rostro con su jipijapa.

Al terminar el paseo se retiran, como cada noche, las sillas alquiladas. El final de temporada anuncia a las jovencitas un futuro escasamente atractivo: Vegetar otra vez al calor de la lumbre, jugando a la lotería doméstica "en unión de varios chicos pobres, pero deshonestos". González Anaya finaliza una de sus estampas de la ciudad a finales de siglo añorando estas veladas de la Alameda y a sus jóvenes protagonistas:

"¡Vieja Alameda

por tu salón, que orlaban los índicos castaños

discurrieron beldades de hace cuarenta años;

capullos de rosas bonitas,

olorosos y retrecheros,

que, hoy, ya, serán flores marchitas,

o agudos cardos borriqueros;

mamás, abuelas sesentonas,

suegras o simples solteronas,

que pasarán rezando la vida que les queda,

y añorando en silencio, entre los agallones

de los negros rosarios, las dulces ilusiones

de la antigua Alameda!"

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