Cuando el mar «se salió»: el terremoto de 1755 en Málaga
El malagueño de hoy quizá tenga la impresión de que en los últimos tiempos las desgracias y los infortunios se abaten sobre su cabeza: crisis ... económicas, pandemias, guerras, erupciones de volcanes y hasta un apagón inesperado. En realidad, si echamos la vista atrás, les podemos asegurar que calamidades y hecatombes siempre las hubo. Quizá la catástrofe natural más sonada de todo el siglo XVIII fuera el terremoto del día de Todos los Santos de 1755, conocido también como el de Lisboa, por tener el epicentro en el océano Atlántico, cerca de la capital portuguesa, aunque sus efectos se hicieron sentir en gran parte del continente europeo. Se calcula que tuvo una magnitud de 8'5 en la escala de Richter.
Cuenta Medina Conde que en Málaga, aquel 1 de noviembre, la tierra tembló unos ocho o diez minutos en las tres réplicas que provocó el seísmo entre las nueve y las diez de la mañana. En la catedral el deán estaba oficiando la misa en el altar mayor y, no pudiendo sostenerse en pie, cayó desmayado sobre uno de los sillones del presbiterio, mientras los fieles huían despavoridos. Muchos edificios se cayeron, entre ellos el convento de la Encarnación, en calle Beatas, que hubo que reedificar. Fue necesario cerrar al tráfico de carretas y carruajes algunas de las principales vías, como las calles Nueva, Granada o Beatas, pues se pensaba que con las vibraciones que transmitían los carros se podían derrumbar algunas casas que habían quedado en un estado lamentable.
A lo largo de todo el mes de noviembre de aquel año se produjeron algunas réplicas, llamadas «palpitaciones» en el lenguaje de la época. La más importante de todas fue la del día 27, a las diez y media de la mañana. El temblor duró entre cinco y diez minutos que debieron de hacerse eternos. Esta réplica tuvo más repercusión si cabe que el terremoto del primero de noviembre. Los malagueños vivían en un estado continuo de sobresalto y ya conocían las consecuencias que produjo el seísmo en Cádiz, donde un gran tsunami asoló parte de la costa, provocando muchas muertes y cuantiosos daños materiales.
Así que, el 27 de noviembre de 1755, al terminar el terremoto, se extendió entre los malagueños el rumor de que «el mar se salía». Otros hablaban de que del mar salía una voz. Aseguraban que el mar se retiraba, que las playas se iban a quedar secas y las embarcaciones varadas a muchos metros de la playa, mientras una gigantesca ola que se formaba en el horizonte amenazaba con tragarse la ciudad y sus habitantes. Díaz de Escovar piensa que aquello fue, en realidad, «una alucinación de exaltadas fantasías».
El pánico se extendió entre la población y la gente huía aterrorizada hacia los montes, quedando abandonadas casas y propiedades. Dejaron con las puertas abiertas sus hogares, tiendas y oficinas; se olvidaron de enfermos e inválidos; los frailes y monjas escaparon de sus celdas. Hubo un importante religioso que hubo de desembarazarse de su manteo porque este le estorbaba para correr. Apenas hubo persona de cualquier estado o condición que no creyese que el mar se había salido y que había que escapar aceleradamente hacia los montes. Málaga se quedó vacía.
Unos subieron a Gibralfaro; otros, al cerro de San Cristóbal; a algunos estas elevaciones les parecían insuficientes y buscaron un lugar más alejado de la costa, refugiándose en las viñas de Chapera, en el actual término municipal de Casabermeja. Estos montes se vieron coronados de un inmenso gentío que desafiaba, presa de una psicosis colectiva, la lluvia que aquel día empezó a caer.
Otras catástrofesdel Siglo XVIII
A pesar de que en el siglo XVIII el crecimiento de la población malagueña fue una constante -se pasó de 24.255 habitantes en 1717 a 49.049 en 1787-, la centuria estuvo plagada de desastres, como las epidemias. En 1719 afectó a Málaga el temido tabardillo, originado en el muelle del puerto, donde se dio a las tropas alimentos en mal estado. El tabardillo volvió en 1738. Tres años más tarde afectó a la población el terrible vómito negro, afección infecciosa causada por el virus de la fiebre amarilla. Esta enfermedad llegó desde la isla francesa de Martinica. Y siguieron las plagas. Por la nueva epidemia de tabardillo de 1750 fallecieron seis mil personas en seis meses. Finalmente, el siglo terminó con una epidemia de tercianas. A estas calamidades tenemos que sumar las temidas hambrunas, producidas por una sucesión de malas cosechas, como la de 1734, conocida como el año de 'la Nanica', y otras en 1736 y 1743. Inundaciones provocadas por el desbordamiento del Guadalmedina las hubo en 1714, 1722, 1745 y 1764.
Ante lo insólito de la situación, el gobernador se vio precisado a sacar algunas tropas a la calle para evitar posibles saqueos, algo que también fue muy trabajoso, pues algunos militares también habían huido. Las autoridades recorrían las alturas intentando persuadir a la población de que la alarma era infundada, que el mar estaba en calma y que no se acercaba ninguna ola descomunal. Explica Medina Conde que «costó bastante trabajo hacer volver a la gente a sus hogares». Se tranquilizó a la población asegurando que, en caso de alarma, se avisaría a la población tocando a rebato la campana que había en Puerta del Mar, conocida como Espantaperros, donde se apostarían de manera permanente centinelas que estarían pendientes del horizonte marino, por si avistaban algún movimiento sospechoso o extraño en la mar.
Poco a poco, la gente fue regresando a sus casas. Aseguraba Díaz de Escovar que «lo más extraño de la citada alarma consistió en que, a pesar de abandonar todos sus casas, dejando muchas abiertas, no faltó ni un solo objeto, ni las alhajas de las iglesias, ni las mercancías de las tiendas abandonadas».
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