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Sé que la palabra Erasmus esboza una sonrisa perenne a un porcentaje de la población que completó sus estudios universitarios en banderas más o menos ... lejanas. Este invento genuinamente europeo se ha mostrado como uno de los programas más exitosos y una pieza fundamental en la vertebración de la Europa unida. Siempre estuvo claro que la Europa de los mercaderes, ya saben aquello del carbón y el acero, tenía que transformarse en la Europa de los ciudadanos. Y para que semejante artefacto tuviera sentido era necesario el conocimiento mutuo y el olvido de atávicas rencillas.
El invento de la Unión Europea se ha revelado como el mayor pacificador de la historia, precisamente, en el principal campo de batalla que la humanidad ha conocido, sí Europa.
Es la educación, estúpidos
La frase de Bill Clinton «The Economy, stupid» hace tiempo que se reformuló cambiando el término Economía por Educación. Y es que son numerosos los estudios que avalan que el factor determinante de un estado es su capital humano dejando a otros, como la presencia de materias primas, en un plano secundario o incluso en un lastre para su avance. Ejemplos como los de Corea del Sur o Finlandia demuestran que la apuesta sostenida en el tiempo por la Educación no puede ser más rentable para un país. Lástima que sea necesario, precisamente, tiempo y que no se trate de una cinta que cortar o un centro comercial que inaugurar.
El político en general y el español en particular se muestra como un ser huidizo del medio y largo plazo y solo proclive al salto de mata y a la foto efectista. Da igual que se trate de un tema sobradamente estudiado por universidades como la de Stanford, donde tienen claro que el 73% de la variación de las tasas de crecimiento económico entre países puede explicarse simplemente a partir de dos variables: nivel inicial de ingresos y nivel intelectual de la población.
Retomando la palabra «Erasmus» esta es de plena aplicación al sector del profesorado. Sí, resulta que desde hace unos años el antiguo proyecto Comenius se ha ampliado y renombrado en Erasmus +. Bajo esa denominación se despliegan una serie de programas que atañen a toda la educación reglada europea: Intercambios de estudiantes, formación en otros países o aprendizaje en centros educativos. Son infinidad las opciones pero si algo común las cobija es la necesidad de conocimiento mutuo.
Los profesores trabajamos, de forma individual, en unas islas llamadas clases. La necesaria acción colegiada se limita a las puestas en común de las evaluaciones o al contacto en la sala de profesores, espacio imprescindible de comunicación e intercambio de pareceres. Esto no evita que el profesor pueda sentir cierto abismo en su práctica docente y el contacto con sus pares se convierta en una práctica que pendula entre esencial y obligatoria.
Estoy recién aterrizado de uno de esos proyectos que ha concurrido en la ciudad de Florencia. En este caso se trataba de una semana de formación en diferentes habilidades docentes junto a otros profesores de Europa. Al margen de la necesaria puesta al día sobre el recetario a aplicar en mi profesión, esta semana ha sido mucho más. Estoy de acuerdo que el escenario era difícilmente superable pero lo verdaderamente trascendente ha sido el contacto con otras realidades académicas. Poder compartir experiencias, hablar de las necesidades y retos, manifestar inquietudes y miedos… Significa mucho más de lo aparente y en ocasiones un punto de inflexión en tus quehaceres diarios.
Finlandeses, griegos, belgas, portugueses… comparten mucho más de lo que parece y la realidad humana acerca latitudes extremas. Resulta que lo de dar clase se parece mucho más de lo que cabría anticipar en el IES Mare Nostrum de Málaga y en el instituto Åland lyceum de Finlandia. Los problemas son similares, los retos análogos y las inquietudes del profesorado equivalentes. Sé que España juega a otra cosa, con 17 sistemas educativos diferentes y su cáncer nacionalista, pero igual debiéramos empezar a hablar de un Sistema Común de Educación Europea como solución nuclear a multitud de retos del Viejo Continente.
Con el Brexit todavía en la memoria y Donald Trump recién reelegido, Europa se enfrenta a su disolución por inoperancia o a una suerte de refundación. La Vieja Europa se ha convertido en una isla donde los derechos humanos y los valores democráticos (con permiso de Hungría) siguen significando algo. El invento de la Unión Europea no puede haber sido más provechoso pero es hora de reformular el proyecto. Unos Estados Unidos de Europa se convierten en un asunto urgente y no se me ocurre mejor sitio por dónde empezar que la Educación.
Una nomenclatura común donde los estudiantes se reconocieran, independientemente del país, podría ser un buen comienzo. Un curriculum común que comparta valores y objetivos pero lo suficientemente flexible como para sostener las diferentes idiosincrasias sería lo siguiente. Esta hipotética apuesta decidida por la educación en Europa sería una rampa de despegue inmejorable para la Unión y la forma más sensata para afrontar retos como la productividad, el egoísmo nacionalista o la migración. En este contexto la movilidad del profesorado sería una obligación para poder unificar estándares de calidad en la práctica docente. -El curso que viene te toca dar clase en un instituto de Alemania – Sí, ¿por qué no?.
Mientras algo así llega preservemos lo poco que nos mantiene en la buena dirección, cuidemos el programa Erasmus+.
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