John Wayne y los palotes Tootsie Rolls
Lo que pocos imaginan es que aquel gigantón sin culo y caminares atravesados era un irredento goloso
Julián méndez
Martes, 21 de julio 2015, 00:45
Cojitranco, con sus zahones de potro y su revólver Griswold & Gunnison del 36 encajado en la nalga derecha, el coronel sudista Ethan Edwards cierra con ... su vencida estampa Centauros del desierto, otra desencantada obra maestra de John Ford. Ese hombrón que ha abatido búfalos en la nieve, que ha mascado tasajo y desayunado alubias con tocino e hirviente café de puchero tras haber dormido con la silla de montar por almohada, encarna el arquetipo del hombre de frontera, del conquistador del siglo XIX, del comanchero entregado a una misión, a una tarea digna de un héroe griego perdido entre las moles de Monument Valley que Ford hizo pasar por las praderas de Texas.
Lo que pocos imaginan es que aquel gigantón sin culo y caminares atravesados era un irredento goloso. Sabida es su afición por el whisky, los t-bones casi crudos y las chicas de origen español (se casó con dos mientras engarzaba un hermoso collar con sus conquistas de procedencia latina), pero no lo es tanto que, tras sacudirse el polvo del galope, echaba mano al bolsillo para sacar un puñado de Tootsie Rolls, una especie de palotes rellenos de chocolate que comía con delectación.
Este hombre que, como recuerda su hijo Michael, era capaz de tomarse una botella de tequila antes de la comida y otra de coñac después, fue mujeriego, cazador y pescador y amigo de montar timbas con los colegas hasta un orto que se les aparecía entre las vaharadas de los habanos mascados. Pero el goloso John Wayne, The Duke, era al mismo tiempo un padre amantísimo, siempre adorado por sus 7 hijos y sus 21 nietos que le acompañaron como una escuadra afectuosa en el doloroso lecho de la muerte. «Solo he tratado de vivir mi vida, para que mi familia me quiera y mis amigos me respeten». «Lo que piensen los demás me importa un bledo», escupió John Wayne. Eso sí es un epitafio, vaquero.
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