Vinicius Invictus Junior
El racismo es mediocridad disfrazada. Una declaración de inferioridad. El daño que aspira a tener recompensa. La injusticia helada del que se siente superior para ... odiar.
Vinicius Junior se convirtió el domingo pasado en un símbolo. La nueva voz que clama en el desierto contra el racismo en el fútbol en España. Desde que llegó a nuestro país ha sido blanco de insultos racistas como no lo ha sido ningún otro jugador en la historia de nuestra Liga. En segunda y primera división ha tenido que escuchar los alaridos de las hordas de salvajes que quieren rebajar su dignidad para que no juegue bien al fútbol. En Valencia se plantó, obligando de una vez por todas a que las autoridades deportivas y políticas no puedan seguir mirando para otro lado. Es un joven al que no le han regalado nada y sabe que el deporte tiene el poder de transformar el mundo, de inspirar, de unir a la gente como pocas otras cosas. Tiene más capacidad que los gobiernos de derrumbar barreras raciales como vimos con el rugby en la Sudáfrica de Mandela. Y por eso, dijo basta. Era descorazonador comprobar como siendo la víctima muchos lo querían convertir en el culpable, y sólo por su doble condición de ser el mejor jugador del mundo en la actualidad y ser madridista. El forofismo que ciega y que permite pasar de la envidia al odio es el origen de este mal. Piensan demasiados periodistas, dirigentes y aficionados que nadie que vista la camiseta del Madrid puede ser una víctima, y así justifican su xenofobia. Buscan en una sopa de letras palabras que justifiquen su sinrazón. Su intención es generar un contexto donde el racismo pueda blanquearse y ser disfrazado de otras cosas.
Vinicius Invictus Junior debe poder seguir recitando con su fútbol los versos de Henley: «Soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma».
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