El valor de las ciencias
Sebastián Gámez Millán
PROFESOR Y ESCRITOR
Jueves, 27 de noviembre 2025, 01:00
Adiferencia del resto de especies biológicas, los seres humanos carecemos de hábitat: además de a nuestra habilidad de cooperar, esta sorprendente capacidad de adaptación, supervivencia ... se debe a la tecno-ciencia. Ante las adversidades del medio, sean depredadores o el clima, elaboramos estrategias y armas, nos abrigamos, encendemos fuego, construimos refugios... De modo que con ello adaptamos el mundo a nosotros. Es paradójico que la tecno-ciencia a veces no se considere cultura cuando hay pocas prácticas que puedan comparársele en su poder de transformar el mundo.
Hacia los albores de la modernidad aconteció una revolución científica y un consiguiente cambio de paradigma: del geocentrismo, con la tierra inmóvil en el centro del universo y todos los astros girando alrededor, en un cosmos finito, al heliocentrismo, con el sol en el centro del sistema solar, en un universo infinito, idea acorde con lo que postulaba Giordano Bruno, quemado en la hoguera por defender herejías.
Según José Manuel Sánchez Ron, «competir, liderar, ser los primeros, es particularmente importante en la ciencia, porque desde hace tiempo -como mínimo desde el siglo XIX-, la ciencia, además de conocimiento, es un instrumento esencial para el bienestar económico-industrial de una nación con pretensiones de ser algo más que 'un país de servicios'. En el mundo actual la riqueza ya no depende tanto de las materias primas disponibles como de la transformación del conocimiento científico en 'utilidades'». Eso sí, no confundamos precio y valor.
Lo característico de la filosofía, las artes y las ciencias es el escepticismo moderado
Como ha señalado el catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia, Antonio Diéguez, «la tecnología -ciencia aplicada- es causa y soporte fundamental de la situación en la que se encuentra hoy la humanidad. Es a ella a quien debemos en gran medida el enorme progreso en el bienestar y de prosperidad económica que viene dándose al menos desde mitad del siglo XIX, y es ella la que ha posibilitado la eliminación o disminución de algunos de los grandes males que nos han aquejado durante nuestra historia, como las hambrunas o la esperanza de vida».
Naturalmente, esto no significa que nos desentendamos de ella. Al igual que con la política, su curso será más democrático y beneficioso para el conjunto de la humanidad mientras más formados e informados estemos, mientras conscientes y consecuentes seamos sobre su actividad. En contra de lo que acostumbra a creerse, las ciencias no son neutrales desde una perspectiva axiológica. Como Albert Einstein tras comprobar los efectos devastadores de la bomba atómica, al final de sus memorias, ¿Qué te importa lo que piensen los demás?, movido por la pregunta: «¿qué valor tiene la ciencia a la que me había consagrado -lo que yo amaba-, después de ver las cosas tan terribles que podía hacer?», el científico Richard Feynman escribió 'El valor de la ciencia'. Quiero recordar algunos valores esenciales de la antigua república de las artes y las ciencias a partir de este memorable ensayo. El primero que resaltaré es 'el gozo intelectual': sin el deseo de conocer, sin la emoción de experimentar, sin el placer de descubrir, sin la dicha de entender, el conocimiento se paralizaría. Si la verdad siempre está en el horizonte y nosotros en el camino es gracias al goce intelectual, que nos impulsa a una búsqueda sin término. Y, en contra de una visión positivista, reduccionista y cientificista, Feynman sostiene que «con el mayor conocimiento llega un misterio más profundo y maravilloso, que nos incita a penetrar en él más hondamente todavía». Bien comprendido, el misterio no es un límite intelectual, sino un acicate incesante, como la admiración, el asombro, la pregunta, la duda. El físico añadía que «hemos descubierto que para poder progresar es de fundamental importancia saber reconocer nuestra ignorancia y dejar lugar a la duda».
Reconocer nuestra ignorancia, una y otra vez, interminablemente, es una de las enseñanzas imperecederas de Sócrates, cuyas preguntas apuntaban hacia los universales, que es otro requisito indispensable de las ciencias, pues no hay ciencia de lo particular. Respecto a la duda, quizá nadie la haya encarnado de forma tan paradigmática como Descartes cuando la emplea como método para encontrar una certeza indubitable. Tengo para mí que lo característico de la filosofía, las artes y las ciencias es el escepticismo moderado, no el radical, que puede condenarnos a la esterilidad, al nihilismo. «Es responsabilidad nuestra como científicos -concluía Feynman-, sabedores del gran progreso que emana de una satisfactoria filosofía de la ignorancia, del gran progreso que es fruto de la libertad de pensamiento, proclamar el valor de esta libertad; enseñar que la duda no ha de ser temida, sino bienvenida y discutida, y exigir esta libertad como deber nuestro hacia todas las generaciones venideras». ¿Sabremos estar a la altura?
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