Soplan vientos de cambio
LA TRIBUNA ·
Una de las últimas tendencias de inversión prioriza a las empresas que crean valor no solo para los accionistas sino para toda la sociedad de forma sostenibleGUILLERMO CASASNOVAS
Miércoles, 24 de febrero 2021, 08:28
En enero hemos celebrado el Día Internacional de la croqueta, el del croissant y el del community manager. Uno podría pensar que el Día Mundial ... por la Justicia Social (20 de febrero) es otro más. Pero no lo es. Muchos de los grandes retos a los que nos enfrentamos, desde el cambio climático hasta la gestión de la pandemia, o desde la transformación del mercado laboral hasta los flujos migratorios, tienen consecuencias especialmente importantes sobre el trabajo, la salud y la dignidad de millones de personas. Dependiendo de cómo afrontemos estos retos, el resultado puede ser una sociedad más justa y cohesionada o una más desigual y polarizada -y no hace falta remarcar que vamos más bien por el segundo camino-. Por lo tanto, hablar de justicia social hoy en día es poner en el centro del debate cómo lograr una serie de cambios sistémicos (o un nuevo contrato social) cuyo resultado sea una mayor equidad y dignidad para todos en lugar de una creciente desigualdad.
Uno de los sectores en los que soplan vientos de cambio es en los mercados financieros. Cada vez son más los inversores que tienen en cuenta criterios ambientales, sociales y de gobernanza (ASG) en sus estrategias de inversión, y más clientes particulares que se preocupan por el destino de sus ahorros y se interesan por la banca ética o los fondos de Inversión Sostenible y Responsable (ISR). Se ha hecho también famosa la carta que escribe cada año Larry Fink, máximo responsable del gigante financiero BlackRock, a las empresas en las que invierte, donde les pide que creen valor no solo para los accionistas, sino para todos los grupos de interés, y que formen parte activa en la transición hacia modelos empresariales más sostenibles.
Una de las últimas tendencias es la llamada inversión de impacto, a través de la cual se financian empresas sociales para contribuir a resolver algunos de los retos que nos acechan, y donde los inversores se comprometen a medir dicho impacto a la vez que buscan generar retornos financieros. Mientras el propio sector debate sobre la estrategia de impulsar cambios profundos o superficiales, sobre buscar mayores o menores rentabilidades, o sobre cómo evitar el 'impact washing' (que los inversores utilicen estos temas simplemente para hacer un lavado de imagen, relevando el impacto a un papel secundario), el auge de la inversión de impacto nos puede ayudar a reflexionar sobre cómo este tipo de prácticas pueden contribuir a generar una sociedad más justa y equitativa.
Un elemento clave se encuentra en el diseño de las distintas herramientas y organizaciones del sector. ¿Quién decide los indicadores de impacto más adecuados? ¿Qué tipo de incentivos se establecen? ¿Qué actores son la cara visible del sector? ¿Cómo se equilibran los objetivos financieros y los sociales? La tendencia natural es que muchas de estas decisiones acaben favoreciendo a los colectivos con más poder y recursos, pues tienen más presencia en los órganos de decisión y más capacidad para priorizar sus propios objetivos. Tenemos ejemplos en los cuales se establecen métricas de impacto fáciles de conseguir para que los inversores puedan obtener su retorno a pesar de no haber conseguido cambios significativos; casos donde la excesiva presión por obtener los resultados financieros esperados hace que las empresas invertidas se desvíen de sus objetivos sociales; u otros donde los inversores se preocupan más por el impacto que ellos pueden probar y atribuirse que por contribuir a cambios más profundos y sistémicos.
Sin embargo, cuando se hace el esfuerzo por incorporar la voz de los colectivos beneficiarios o de grupos de interés con menos influencia en el diseño de dichas herramientas y organizaciones, éstas pueden tener un funcionamiento muy distinto: la financiación responde más a las necesidades de las empresas sociales que de los inversores, el conocimiento de los beneficiarios sobre su propia situación ayuda a resolver las causas y no solo los síntomas, y las organizaciones del tercer sector co-diseñan políticas públicas aportando su experiencia y su contacto directo con la realidad de los colectivos más desfavorecidos. Cuando estas maneras de actuar (en este caso, de invertir) se incorporan a los procesos organizativos e institucionales, el potencial de cambio sistémico y de reducir las desigualdades estructurales es mucho mayor.
El aprendizaje que nos ofrece la inversión de impacto es que, si queremos abordar los grandes retos globales con la intención de avanzar hacia una mayor justicia social, necesitamos una participación democrática e inclusiva que ponga en el centro la voz y las necesidades de aquellos que normalmente quedan fuera de los ámbitos de decisión.
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