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La verdad es que no sé si se sigue estudiando en los institutos a un alemán al que se podía distinguir por su apellido -similar al del segundo del más famoso de los presidentes de Chile- que formuló dos principios inspiradores d la economía y de la vida misma. Se conocen, como todo el mundo sabe, como las leyes de Gossen. Ahora resulta que, en lugar de dos, son tres y se explican de un modo para mí casi ininteligible: ley de la utilidad marginal decreciente: la satisfacción suplementaria derivada del consumo de un bien disminuye conforme va aumentando la cantidad consumida de dicho bien y ley de la igualdad de las utilidades marginales ponderadas. Esto es muy propio del sistema educacional actual. En lugar de simplificar el conocimiento y procurar esquematizarlo para que el que se asoma coja y retenga lo esencial, se adorna con sesudos comentarios que despistan al neófito; los libros de texto son unos auténticos ladrillos, llenos de detalles intrascendentes en lugar de ir a lo medular. Ojalá nunca fueran más extensos de, digamos, cien páginas donde se contuviese lo auténticamente importante.

Sufro cuando veo los libros de historia por los que deben estudiar los jóvenes. Parece que el gobierno ha venido en mi ayuda porque leo por ahí que la asignatura o desaparece de los planes o se transforma en optativa. Disparate mayúsculo. Difícil encontrar otro de ese calibre. Cierto es que para estudiar los hechos pasados con el sesgo ideológico que se le había impreso en los últimos años quizá es mejor no estudiarlos. Me enseñaron de manera muy simple, que las famosas leyes se reducían a dos: de la prolongación y de la repetición. Estos fenómenos disminuían las necesidades y, en el fondo, las ganas. Las explicaciones pueden ser muy complejas pero debe recordarse la forma tan sencilla del sabio que ejemplificaba el beber agua. Los primeros tragos contribuían a la felicidad pero, a medida que se sigue ingurgitándola, el placer desaparece o disminuye por mor de la extensión o de la reiteración. Hasta que llega a ser absolutamente insoportable.

Siempre he tenido estas reglas muy presentes y las he aplicado a la mayor parte de mis modestas actividades. Cada cierto tiempo trato de remecer el árbol de la rutina y tratar de volver a experimentar el placer o la alegría que me han producido algunas, muchas, circunstancias de la vida. El de compartir conversaciones con familiares y amigos, por ejemplo: el zambullirse en una piscina templada, el ducharse cada mañana a la temperatura adecuada, el admirar una puesta de sol o un amanecer, el tocar a un ser querido. Por aplicación de las malditas leyes perdemos la capacidad de experimentar el mismo sentimiento una y otra vez y vamos perdiendo la sensibilidad y todo nos parece natural y poco digno de atención. Recuerdo muy bien el entusiasmo que me producía publicar estos artículos pero como llevo cuatrocientos parece que la emoción no debería ser tan grande. Me he empeñado en derogarlas.

En el ejercicio de la profesión pasa algo similar. Tendemos a endurecernos y a no dar la necesaria trascendencia a lo que hacemos. Mucho automatismo viene impuesto y olvidamos, en el caso de la que ejerzo, la importancia que reviste para el justiciable y para la sociedad entera. Nos da la idea, a veces, que no somos más que un engranaje en el funcionamiento de aquella. Que, a lo peor, podríamos no existir y todo seguiría igual. Pasamos por alto que nuestro cliente descarga toda su angustia en nosotros y se pone en nuestras manos para solucionar lo que le agobia. Afortunadamente se ha abolido en casi todos los países civilizados la pena de muerte porque hasta la vida nos confiaban en ciertos casos. Se ha reducido el objeto a algo no menos considerado por el personal: su honra, su libertad, su patrimonio, su vivienda, sus relaciones con los demás. Me he enterado hace poco de un acuerdo que había alcanzado una firma de Abogados inglesa con su anterior cliente, un futbolista, creo, al que habían asesorado regular no más y que consistía en abonarle una indemnización bien gorda. Claro que, como consecuencia de la defensa que le habían dispensado, el hombre se había pasado indebidamente dos añitos en la cárcel. Se acerca el fenómeno. Ahora, una Audiencia Provincial, de las nuestras, ha condenado a un compañero a pagar a sus clientes una indemnización de -asústense que yo me asustaré- más de tres millones de euros, el pobre, por no presentar un recurso.

Díganme si un paisano cualquiera puede causar tanto daño por acción u omisión.

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