SALUDAR
Dirigir a alguien, al encontrarlo o despedirse de él, palabras corteses, interesándose por su salud o deseándosela, diciendo adiós, hola, etc. no me diga Ud. ... que no es una definición preciosa. Sin embargo, es demasiado exigente. En estos tiempos de vorágine en que las semanas se nos transforman en días, los días en horas, el saludo se ha reducido a lo mínimo. Cuando te encuentras con alguien conocido, salvo que alguno tenga un interés especial en detenerse a charlar, ya sea por compromiso, por amistad o simplemente porque conviene, el saludo se transforma en algo muy simple, adiós, por ejemplo que corta cualquier intento de que el otro se sienta impulsado a comenzar un intercambio de frases inútiles. El hola, en cambio, invita a una conversación. Los buenos días, buenas tardes, buenas noches, son de lo más neutros pero ya no se utilizan con tanta frecuencia. El 'me alegro de verte' se puede emplear sin problema y, generalmente, sin ningún sentido porque pocas veces el ademán acompaña a la anunciada alegría. El 'qué tal' tiene también su peligro porque puede ser seguido de una retahíla de acontecimientos lastimosos que te conmueven y de los cuales habrías preferido permanecer ajeno. Estos saludos son los habituales en la calle, al paso. En Marbella, a pesar de que ya no es un pueblo pequeño ni mucho menos, es constante el encuentro con personas conocidas. Y como es frecuente ese toparse con las mismas personas, el saludo es algo mecánico que no denota nada, ni afecto, ni ningún sentimiento. Pero es necesario porque suprimirlo resultaría ofensivo. Así que no hay más remedio si se quiere salir a la intemperie.
Cosa diferente es el saludo en la quietud, en el sosiego, en el reposo. Cuando llega alguien a un lugar donde te encuentras o cuando eres tú el que se incorpora en sitio poblado. Ahí el saludo se acompaña de un estrechón de manos o de besos. Y la cosa se complica. Porque el estrecharse la mano tiene otro significado desde los albores de la historia. Por cierto, cada vez que puedo, enseño a los niños a darla que no es difícil pero tiene su técnica para que no se asemeje a la entrega de un pescado. La mano se estiraba en busca de la del vecino para demostrarle que no se va armado, que las intenciones están lejos de clavarle una daga y asesinarlo. Otros pueblos que inventaron armas cortantes más expeditivas no recurren a estirar la extremidad superior sino al empleo de otras técnicas tales como inclinarse o besarse. Por ese antecedente remoto, es la diestra la que se emplea para estos menesteres, la misma del puñal. Con el paso de los años y la mejora de las técnicas para librarse del enemigo, le hemos ido dando otro significado al gesto. Te saludo de esta forma si no te desprecio, si no eres mi enemigo, si no me has causado un mal irreparable.
Por ello es que dejar a alguien con la mano estirada en frustrada búsqueda de su igual perteneciente a quien se tiene enfrente es un papelón. Con la desaparición de los duelos, los combates individuales y caballerescos, no los de los funerales que aún subsisten, la ofensa ya no se puede lavar con sangre y hay que jorobarse. Quizá, por eso, se ha puesto de moda. Algunos políticos recurren a negarse el saludo, transformando su actividad en algo personal y no me refiero ni a sus ambiciones ni apetencias sino a que confunden una diferencia de opiniones seguida, a veces, de una actitud consecuente con sus ideas por muy erradas que sean, con un agravio en propias carnes. Y esto no sólo ha pasado entre nosotros sino también ha sido protagonizado por quien debería saber más de la politesse que parece que ha venido a pelearse con todo el mundo.
Tengo que reconocer que hay dos personas en el mundo a quien no saludo. A uno porque metió una pata imperdonable hace cuarenta años y otro porque me engañó vilmente para salvar su responsabilidad abusando de la amistad. Y que, a mí, hay otras dos personas que me han quitado el saludo: uno con cierta razón, mea culpa, y otra, no sé bien por qué. Y lo siento de veras.
Me enseñaron que lo cortés no quita lo valiente.
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