PIONERAS EN EL NUEVO MUNDO
Para finalizar esta serie sobre la vinculación que tuvieron algunos conquistadores del Río de la Plata con Marbella, voy a centrarme en las mujeres que ... viajaron en la primera expedición y que sufrieron las mismas privaciones y adversidades. Desconozco si alguna era oriunda de aquí, pero aun así aprovecho la ocasión para desplegar el velo que las ha ocultado durante siglos y hacerles justicia.
A veces, se filtran detalles sobre ellas que patentizan comportamientos excepcionales, silenciados tácitamente con objeto de resaltar el liderazgo masculino. Así ocurre con el ingente trabajo de unas aventureras que abandonaron su tierra para marchar con sus maridos a poblar el Nuevo Mundo, que labraron la tierra, tomaron las armas y les sustituyeron cuando fue necesario.
Una mujer para desplazarse, debía contar con licencia expresa del rey, especialmente si era soltera, debido a «que traerá mal enxemplo dexalla pasar». Rigidez normativa que igualmente se imponía si el viajero estaba casado, pues las leyes establecían que ningún hombre «de ningund estado e condiçion que sea, no pase a las dichas Indias sin llevar consigo a su muger», dado que el objetivo era repoblar las tierras conquistadas. Mas si marchaban solos, debían contar asimismo con la autorización de la esposa.
Por la carta que en 1556 escribe desde Asunción Isabel de Guevara a la infanta doña Juana -archiduquesa de Austria que por aquel tiempo asumía la regencia por ausencia de su hermano-, sabemos que en la armada mendocina viajaron mujeres en un número impreciso. Mediante esta misiva Isabel, que se convierte en cronista de excepción, relata minuciosamente las vicisitudes del contingente femenino: «A esta provincia del Río de la Plata, con el primer gobernador della don Pedro de Mendoza, avemos venido ciertas mugeres, entre las quales a querido mi ventura que fuese yo la una». Ningún otro dato en cuanto al total de féminas, que pudieron alcanzar la veintena, pero es imposible comprobarlo debido a que no siempre aparecían en los registros de pasajeros porque se las consideraba poco productivas.
Relata las hambrunas que pasaron en aquellas tierras, la debilidad de los varones y cómo las mujeres se ocuparon «ansí en lavarles las ropas como en curarles, hazerles de comer lo poco que tenían; a limpiarlos, hazer centinela, rondar los fuegos, armar las vallestas quando algunas vezes los indios les venían a dar guerra», animándoles «con palabras varoniles» de que pronto encontrarían «tierra de comida», y «metiéndolos a cuestas en los bergantines con tanto amor como si fueran sus propios hijos». Una inusual disposición que la propia Isabel trata de minimizar: «como las mugeres nos sustentamos con poca comida, no avíamos caído en tanta flaqueza como los hombres».
La situación llegó a límites insospechados cuando decidieron subir el río Paraná en busca de alimentos, pues las tareas de navegación requerían un esfuerzo supremo para unos seres excesivamente débiles. El viaje se convirtió en un calvario que, según Isabel, fue milagrosamente resuelto por Dios, que puso la vida de los marineros en sus manos cuando asumieron la dirección del barco «serviendo de marear la vela y gobernar el navío, y sondar de proa, y tomar el remo al soldado que no podía bogar, y esgotar el navío». Trabajos vedados que ellas asumieron movidas por la caridad.
Finalmente, llegaron a la Asunción «que, aunque agora está muy fértil de bastimentos, entonces estava dellos muy necesitada, que fue necesario que las mugeres volviesen de nuevo a sus trabajos haciendo rosas con sus propias manos, rosando, y rompiendo, y sembrando, y recogiendo el bastimento sin ayuda de nadie hasta tanto que los soldados guarecieron de sus flaquezas».
Cuando Isabel escribe esta misiva habían transcurrido veinte años desde su llegada, tiempo suficiente para que se olvidaran sus gestas y la excluyeran de los repartimientos. Como consecuencia de su descontento, se dirige a la princesa para «hazerle saber la ingratitud que conmigo se a usado en esta tierra, porque al presente se repartió por la mayor parte de los que ay en ella, ansí de los antiguos como de los modernos, sin que de mí y de mis trabajos se tuviese ninguna memoria y me dexaron de fuera». Manifiesta su deseo de hablarle personalmente, «más no está en mi mano, porque estoy casada con un caballero de Sevilla que se llama Pedro Esquiver, que por servir a su magestad a sido cabsa que mis trabaxos quedasen tan olvidados», exponiendo su desasosiego ante el decaído ánimo de su esposo, «porque tres vezes le saqué el cuchillo de la garganta».
Estremecedor documento que ignoro si sirvió para que le concedieran las prebendas que solicitaba, pero constituye un valioso testimonio para considerar que las mujeres en el Nuevo Mundo no siempre fueron prostitutas ni paridoras, sino que también se mostraron como unas genuinas pioneras equiparadas a los hombres.
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