Si hoy es jueves, esto es mi casa. Y si es miércoles o lunes, también. Aquí estoy, como estuve ayer y como estaré mañana, atada ... a la pata de la mesa. Pero no me quejo ni de estos días iguales ni de ver siempre el mismo paisaje por la ventana. A estas alturas de película la rutina resulta segura, confortable, y todos los grandes cambios que pueden alterarla suenan a muerte, a divorcio, a reformas interminables del cuarto de baño o a cirugía estética chapucera. No sé qué me da más miedo.
Tampoco tengo grandes esperanzas, tan solo esperanzas pequeñas, de las que ayudan a aguantar el tirón. Aguanto este otoño esperando a que Roci-Hito, como la bautizó Maruja Torres, dispare contra su familia en la docuserie 'No habrá paz para los Jurado', perdón, 'En el nombre de Rocío'. Aguanto porque, de vez en cuando, a una la sacan de la cueva, y se la llevan a un montón de kilómetros de su ciudad, y la obligan a quitarse las chanclas y a ponerse las botas, y la invitan a comer torreznos y a cenar sopas de ajo, y le dan la oportunidad de disfrutar escuchando y aprendiendo de los demás. Aguanto porque espero recibir pronto un wasap y encontrarme con una buena noticia, que la vida no pasa por delante de tus ojos poco antes de palmar, sino en los escasos segundos que transcurren entre que ves la notificación de un mensaje en el móvil y lo que tardas en leerlo. Aguanto porque tengo una pila de libros por leer en la mesilla de noche. Aguanto porque aguardo la llegada de un vestido monísimo que me he agenciado por internet. Aguanto porque mañana es viernes y me voy a saltar la dieta. A veces, mis esperanzas son tan pequeñas que tienen el tamaño de media ración. La grandes se las dejo a los personajes de Dickens.
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