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Se ha quedado sin calles la ciudad y transita de ventana en ventana. Cuesta pensar que seguimos en la misma ciudad, la de la invasión turística, la del tópico paraíso, pues vivimos sin andar entre calles. El tiempo a su paso, se ríe de nosotros y de los acontecimientos y en la ciudad de los museos, empezamos a ver la calle como si fuera un cuadro.

El teléfono que un día sacamos de casa es ahora el que nos lleva a nosotros de paseo. A través de él nos llegan miedos y esperanzas de otros tan encerrados como nosotros. Tras la grabación de un chiste, una canción o un saludo se cuelan desde el fondo mil imágenes de lugares cercanos que sin embargo no reconocemos. Fijos, en nuestra casa, viajamos por nuestras mismas calles ahora desde otros ángulos.

Mientras en televisión pasan documentales que te llevan por la tierra de una a otra parte, yo me veo estos días jugando a reconocer barrios en los videos que recibo en mi pantalla táctil. Viajo por Málaga, Granada, Barcelona o Madrid, navegando por whatsapp, de chiste en chiste, de balcón en balcón. Abro en mi móvil un reportaje de fotos de Madrid en estos días, que manda un amigo. Las calles vacías resultan inquietantes. Es como si la pintura de Antonio López, sin espectadores que la miren en los museos, se hubiera escapado de sus cuadros y vagase de Cibeles a Callao, por Alcalá y Gran vía, al rescate de personas, para pintarlas sobre los pasos de peatones de sus esquinas y devolver así el pulso a aquellas calles.

Desde la mítica portada de Abbey Road parece como si los Beatles nos quisieran mostrar que su música sale de los cuatro personajes al cruzar el asfalto. Quizá también nos inviten a componer más episodios de vida escribiendo nuevas melodías al caminar junto con voces, bocinas y ruidos, sobre los pentagramas de rayas blancas que cruzan nuestra ciudad, calle a calle, esquina a esquina.

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