Pedregalejo es la metáfora de la estupidez. Ese paisaje de pandillas sobre los muros de ribera, sin mascarillas ni distancia para que corra el aire, ... es la mejor representación del incivismo galopante tan propio de esta Málaga que habitamos, en la que, a poco que nos hubieran dejado, hubiéramos montado un festival de moragas en la Noche de San Juan como si la pandemia fuera cosa de un pasado que, sin embargo, es el futuro que nos espera irremediablemente. Claro que tampoco sorprende cuando la propia concejala de Fiestas de la capital aún siembra dudas sobre la viabilidad de una feria de agosto que sería el abono formidable para un otoño infernal de confinamiento renovado y rebrote garantizado.
Parece que los casi 30.000 muertos por Covid-19, las escalofriantes imágenes de las UCI con los enfermos empotrados en las camas y enchufados a un respirador o las colas del hambre y las que vendrán no son suficientes para que tomemos conciencia de lo que tenemos encima. A eso hay que añadir una regulación de la desescalada plagada de absurdos como, por ejemplo, el del exceso de restricciones al uso deportivo de las piscinas o franjas horarias cuestionables mientras se abre la mano a las terrazas de bares y restaurantes a una ciudadanía a la que, a poco que nos toquen las palmas, nos echamos a bailar. Miren, si no, Pedregalejo.
El mayor riesgo que asumimos a partir de ahora es el de ir saliendo ahí afuera sin la presión disuasoria de las fuerzas de seguridad. Nos toca ser adultos en colectivo. Más nos vale aprender a vivir en esa nueva normalidad, protegidos contra el virus, con la distancia que nos recomienden y siendo conscientes de que nada volverá a ser lo mismo, al menos hasta que no haya una vacuna que doblegue al bichejo. Claro que hay que propiciar la reconstrucción económica, pero a lo salvaje es más que probable que acabemos otra vez en un pozo del que, entonces sí, sea imposible salir.
Quizá Pedregalejo sea un aviso, un interrogante sobre si queremos recuperar la calle o más bien caer en el desfase.
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